Andrés Pérez | A Fernando Torres le debía consumir internamente la posibilidad, algo remota pero nunca imposible, de emular un fracaso semejante al de Andriy Shevchenko en Stamford Bridge. Shevchenko, uno de los más terribles goleadores de la pasada década, llegó con 30 años al Chelsea tras varias temporadas de fulgurante rendimiento y amplitud de títulos en el Milan invitado por Roman Abramovich, magnate ruso poseedor del club londinense que, de tanto en cuanto, se enamora de algún delantero, lo compra, y espera impasible que el interminable árbol de los millones ofrezca exitosos frutos en forma de goles y títulos. Por aquel entonces el delantero ucraniano aún mantenía una estela de prestigio e intimidación difícilmente comparable en cualquier otro ariete contemporáneo. Para cuando Shevchenko, dos años después, abandonó Londres para buscar un nuevo sitio en Milán, su aura se había apagado. Shevchenko se enfrentaba al ocaso de su carrera.
Las causas del escaso rendimiento del ucraniano en Londres son aún difusas. De la noche a la mañana el delantero había perdido la potencia, la chispa, la intuición y, en términos generales, el talento del que hacía gala años atrás. La edad es uno de los factores que hoy, en retrospectiva, permite entender el colapso de Shevchenko, aunque de un modo relativo dado que superada la treintena no son pocos los delanteros capaces de reinventarse y continuar cumpliendo su oficio con dignididad —Van Nistelrooy, Larsson, Raúl, Eto'o va camino de ello, etcétera—. Así pues una combinación fatal entre su propio desgaste físico y el aumento de al exigencia corporal inherente a la competición británica podrían ser dos factores que sumados dieran respuesta al deceso futbolístico de Shevchenko. No obstante y a pesar de que es evidente que la hora de Shevchenko había llegado, una tercera teoría aflora con entusiasmo para explicar, a su vez, el mal que aqueja a Torres en Stamford Bridge.
Hablamos de un peso místico y difícilmente reversible marcado por la fuerte inversión realizada por el jugador y por las enormes expectativas levantadas en torno a su futuro rendimiento. Si vale tanto dinero, tiene que ser un excelente goleador por una cuestión puramente matemática, piensan ebrios de entusiasmo la mayoría de aficionados cuando leen que su equipo ha gastado una cantidad casi indecente de dinero por un futbolista. Shevchenko, como Torres hoy, se enfrentó a un callejón sin salida en el que el éxito era la única respuesta posible a las preguntas planteadas por el peso del dinero que costó. Cualquier otra opción que no le encontrara a él como el referente ineludible de su equipo hubiera significado desperdiciar los billetes. Cualquier otra posibilidad que no le situara como el delantero demoledor que siempre fue supondría de inmediato el divorcio sentimental entre grada y futbolista. Hablamos, en suma, de una losa psicológica en la que pequeñas veleidades determinan el éxito o el fracaso.
Fernando Torres, delantero que hizo feliz a una nación anotando un memorable gol ante Alemania, se enfrenta ahora al mismo dilema que asoló a Shevcehnko durante dos temporadas. La sombra de la sospecha de un fracaso épico y de proporciones hercúleas ha atormentado al ariete madrileño durante catorce partidos, los mismos que ha estado luciendo los colores del Chelsea sin anotar un gol, precisamente aquello para lo que se le contrató. Entre tanto, su equipo ha sido eliminado de la Copa de Europa, su ex-equipo ha vencido a su nuevo equipo y, en términos genéricos, su sequía goleadora ha sido motivo de burlas y mofas a la altura del coste de su traspaso, el más alto de la historia de la Premier League.
Torres anotó la pasada jornada de la Premier su primer gol vistiendo la camiseta del conjunto londinense para felicidad propia e, imaginamos, de Roman Abramovich, señalado desde varios sectores afines al club inglés como el principal —e incluso único— valedor del español. Torres saltó al campo ante el West Ham desde el banquillo, aprovechó un espacio en el centro de la defensa del rival vecino del Chelsea y tras varios despropósitos balompédicos fruto del penoso estado del césped de Stamford Bridge lanzó el balón a la derecha de Green para certificar la victoria de su equipo. Su celebración se acompañó de una gran piña en torno a él de sus compañeros. Por momentos, Torres había recuperado la sonrisa.
Poco dado a excesos emocionales en público, Torres se enfrenta ahora al dilema de recuperar la senda perdida o hacer de su gol un mero espejismo. Su edad y su trayectoria reciente y rendimiento en el campeonato doméstico inglés le abre un abanico de rendimiento muy superior al de Shevchenko en su día. Siempre discutido por sus habilidades escasamente técnicas en contraposición con el resto de compañeros de Selección, Torres ha sido lastrado por las lesiones y por el enigmático y doloroso peso de la presión mediática a raíz de unos cuantos billetes. Seguramente consciente de ello, el gol del pasado fin de semana ha debido liberar a Torres —así se le leyó en los labios cuando al finalizar el partido se abrazó con Frank Lampard—. Ahora su lucha es pura psicología: solo espantará los demonios rindiendo al nivel que se le presupone y sólo alcanzará dicho nivel espantando a sus demonios en un círculo fatal del que Shevchenko nunca supo escapar. Sucumbir o imponerse, he ahí la llave de su triunfo.
Vídeo | El Gol de Pelé
Imagen | Palco Deportivo
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