martes, 26 de abril de 2011
El enrarecido ambiente de La Romareda
Andrés Pérez | En un punto indeterminado del fondo norte, ya cuando el pitido que señalaba el final del partido entre Real Zaragoza y Almería reverberaba felizmente en el estadio, se escuchó uno de esos comentarios profundos, concisos y breves, inevitablemente ligados a reputados analistas futbolísticos por su complejidad en el fondo y sencillez en la forma, capaces de despertar la admiración de cualquier auditorio mínimamente docto en la materia. Las brillantes palabras fueron las siguientes: «estaban cagados». Innegable análisis. Condensaba toda una corriente de pensamiento desde el Colectivo 1932 hasta el Ligallo Fondo Norte y, en términos genéricos, la filosofía existencialista del aficionado medio del Real Zaragoza. En aquel momento, las dos palabras resumían cómo el Zaragoza se había hundido, paradójicamente, tras anotar un gol y cómo a pesar de quince minutos finales de puro nervio se había llevado los tres puntos.
No era un día común en La Romareda. Cinco minutos después de que el balón comenzara a rodar aún había interminables colas en los portones de acceso al estadio. Las taquillas, veinte minutos después de que el árbitro diera inicio al partido, lucían espléndidamente con varias hileras de personas esperando obtener una entrada. Ya en el interior, el estadio lucía lleno en su práctica totalidad a excepción del espacio destinado a la afición del equipo visitante, a la que, para sorpresa del respetable, no le pareció oportuno viajar 900 kilómetros para apoyar al colista de la Primera División. No sólo la elevada afluencia de aficionados enrarecía el ambiente: es que éstos se sentían optimistas, alababan el tesón de los jugadores e incluso comprendían por momentos fallos humanos. Algo hasta aquel entonces impensable en un lugar como La Romareda.
Por ejemplo, uno de los dos hieráticos señores de alta edad con los que comparto asiento en Grada Norte había recuperado las funciones vitales y las pulsaciones en el corazón. Tras dos años de impertérrita mirada hacia el césped comenzaba a emitir chillidos de ansiedad, comentarios sobre lo espigado que es Jiri Jarosik o alguna que otra crítica velada a los desmanes defensivos de Carlos Diogo. El ambiente exclusivo de anoche no se dejaba apreciar únicamente en los aficionados, que cumplieron religiosamente el ciclo descendente de cada partido en La Romareda pasando de la euforia positiva de los primeros minutos al cabreo generalizado con el Universo y los elementos de los segundos finales de la primera parte, sino también en los jugadores, obnubilados ante la perspectiva de ser ellos quienes se encontraran en mejor situación que su rival.
Esta situación tan poco común provocó cierto desatino mental en el combinado de Aguirre, que jugó con menor autoridad que en partidos anteriores y que volvió a marrar oportunidades tan evidentes como la de Sinama Pongolle, a escasos metros de la portería, o como la de Braulio, obstinado en controlar un balón que merecía disparo al primer toque —a pesar de su fuera de juego—. Lanzó cuatro veces a los palos el Zaragoza y, en la cuarta, como si un leve soplo del destino lo hubiera determinado, el balón salió repelido hacia la espalda de Diego Alves, en lamentable estampa para un portero, para introducirse en su portería. El guión se cumplía con nota. Pero el gol supuso un sedante para el equipo.
De ahí al final, afición y jugadores se confabularon para paralizarse mutuamente y observar los latigazos finales de un equipo en estado de muerte intuida. El Almería, en sus últimas palabras como virtual equipo de Primera División —cuando restan 15 puntos por jugarse está a 10 de la salvación—, estuvo a breves milímetros de hacer estallar la desesperación acumulada por la tensión en improperio generalizado hacia todo lo que existe, forma habitual de La Romareda de pagar su frustración. Le sucedió al Zaragoza lo que le sucedía en la primera vuelta: cada gol desbarataba cualquier planteamiento. Solo que esta vez fue el propio. Al final el equipo ganó y la gente se fue feliz con un equipo que se está partiendo la cara por mantenerse en Primera. Hay cosas que, en todo caso, no cambian en La Romareda. Al fin y al cabo el jugador más ovacionado de la noche volvió a ser N'Daw, un simpático negro de metro noventa que falló una oportunidad evidente hasta lo obsceno en el último minuto y al que la grada, en novedoso acto, fue capaz de perdonar.
Imagen | COPE | El País
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