jueves, 28 de abril de 2011

Messi brilla en un partido opaco


Andrés Pérez | Al igual que el mejor Maradona del Nápoles, con quien es odiosamente comparado, Lionel Messi consume todos los recursos ofensivos de su equipo. Ya sea con libertad ejerciendo de falso delantero centro o partiendo de posiciones más escoradas hacia la banda, el juego del Barcelona en las inmediaciones del área rival nace en Messi, transita por Messi y finaliza en Messi. Messi lo es todo. Para su deleite, cuenta con diez jugadores que han asimilado de un modo natural destinar balones a un talento vertical capaz de crear en la medular, repartir pases finales a los huecos y finalizar como un delantero de área nato. Es precisamente el talento de Messi lo que anoche afloró en el Bernabéu para prácticamente dejar cerrada la eliminatoria y lo que al mismo tiempo es una virtud y un lastre para su equipo: lo es en tanto que cuanto más crece Messi más irrelevantes son todos los demás a su alrededor. Maradona murió absorbiendo cada equipo en el que era contratado. Messi va camino de ello.

Pero antes de que ese punto de no retorno llegue el Barcelona encuentra una mina de diamantes constante en Messi. Anoche, tras una primera tarde dominada por el tedio y una segunda primero alborotada por cierto ímpetu juvenil y copero del Madrid y más tarde cercenada por la expulsión de Pepe, algo que no debe sorprender a nadie, Messi se irguió como el jugador total del ataque del Barcelona. En un primer momento emuló en un destello todos los goles que en su carrera marcaría Gerd Müller anticipándose a su marcador y empujando un balón lateral. Con posterioridad, cuando sus compañeros escondían y mostraban el balón a los defensores del Real Madrid sin la más mínima intención de avanzar metros hacia Casillas, Messi cosería un balón imposible a sus pies para en un abrir y cerrar de ojos sortear a cinco rivales y superar en el mano a mano al portero madridista. Era el minuto 87. Messi había otorgado brillo a un partido mate.

El planteamiento de Mourinho esta vez falló. Falló en la teoría y falló en la ejecución. El Madrid se agazapó demasiado atrás y descuidó sus responsabilidades ofensivas. No está de más olvidar que jugaba en casa y aún espera un partido de vuelta que se presume irrelevante a no ser que el primer equipo, el filial y el primer juvenil del Barcelona se lesione al completo en lo que resta de semana. No se le puede, o no se le debe, achacar al Madrid que su planteamiento partiera de un fundamento defensivo con objeto de evitar la fuente creadora del Barça. Lo que sí es reprochable es que no lo hiciera bien. Una cosa es jugar desde una visión defensiva, con objeto de proteger las propias debilidades e interrumpir las virtudes ajenas —algo que la Juventus o Italia lleva haciendo toda la vida sin que a nadie le suponga mayor problema— y otra es jugar desde una visión defensiva haciéndolo mal. El problema del Madrid no fue su idea del fútbol, sino que la aplicó sin gracia y rematadamente mal.


Así que en una primera parte de control estéril por parte del Barcelona —a excepción de un buen par de disparos de Xavi, anoche muy liberado sin Pepe a su vera— no sucedió nada. Nada más allá de la confirmación de que es el fin de la selección española, de esta selección española, tal y como la conocíamos: Arbeloa tuvo sus más y sus menos con Pedro, Xavi y Piqué; Piqué tuvo sus más y sus menos con Ramos; Xabi Alonso tuvo sus más y sus menos con Busquets; Villa tuvo sus más y sus menos con Xabi Alonso y ya los había tenido con Arbeloa, y así sucesivamente. Más allá de los líos, todo deparó en una grotesca bronca final en la que un descontrolado Pinto terminó expulsado. El Madrid no había desgastado demasiado su físico presionando arriba, al contrario que en Copa, y el Barcelona tampoco forzaba demasiado la maquinaria.

En realidad, aunque nunca sabremos si es fruto del azar o de una idea maquiavélicamente ejecutada, el plan de Mourinho era aprender de los errores en Mestalla y revertirlos: si el Madrid terminó sin aire la segunda parte de la final de Copa porque en la primera se había fustigado presionando muy arriba, esta vez, en Champions, será exactamente al revés, debió pensar el portugués. Y los diez primeros minutos del Madrid fueron mucho mejores a los anteriores cuarenta y cinco, presionando más arriba, poniendo en apuros a Mascherano en su deficiente salida de balón y mostrando más ambición más allá de proteger el resultado. Tampoco era algo nuevo: hizo lo mismo el año pasado con el Inter en el partido de ida de San Siro. Todo parecía indicar que el partido comenzaría a ser entretenido.

En ese momento, con poca fortuna Pepe hizo una entrada dura sobre Alves. Algunas imágenes mostraban cómo antes de impactar en la tibia del lateral brasileño, la planta del pie de Pepe tocaba claramente balón. Se puede interpretar como un planta salvaje o como el fruto involuntario de la incercia de la acción. Sea como fuere el árbitro, que no había visto la acción, consultó con su asistente y le expulsó. Se acabó el Madrid. Se borró del campo, se autoexpulsó Mourinho, apareció Messi, regaló un gol y una joya para la posteridad, el Barça se dedicó a recrearse en su gloria y el Madrid asistió imponente a la confirmación de que aquel seguía siendo mejor equipo a pesar de la final de Valencia. Ya ven, un clásico en el que sólo un talento superlativo como el del argentino dio fe del supuesto talento que a priori atesoraba. Recuerden que algunos justifican un desigual reparto de los beneficios generados por los derechos televisivos porque Madrid y Barcelona ofrecen un espectáculo sin igual plagado de brillantez que acapara la atención de todo el planeta. Y recuerden partidos tediosos y sin arte alguno como el de anoche para rebatir ese argumento. Y, luego, más tarde, díganse que ustedes vieron jugar a Messi.

Imagen | El País

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