miércoles, 1 de junio de 2011

96 puntos


Andrés Pérez | Comienza a ser dificultoso hablar del Barça. Los elogios se agotan pero la brillantez incandescente del conjunto de Guardiola no. La pasada temporada supuso una vuelta a la realidad tras un año, el 2009, en el que el conjunto catalán lo ganó absolutamente todo. Existía la posibilidad de repetir la gesta pero era remota, y el Barça mordió el polvo en Copa ante el Sevilla y en semifinales de Copa de Europa ante el Inter, el único equipo que ha sido capaz de doblegar al Barça en tres años en momentos clave de la temporada. Pese a ello el Barcelona obtuvo la Liga. Este año el Barça ha estado cerca, una vez más, de repetir el triplete obtenido hace dos temporadas, lo cual mejora exponencialmente la anterior: finalista en Copa, una vez más campeón de Liga y campeón de la Champions League.

El Barça comenzó el curso, quizá, levemente intimidado por el nuevo aspecto impoluto y poderoso del Real Madrid, que había contratado a Mourinho, entrenador bastante controvertido en la ciudad condal que el año anterior había obtenido la fórmula adecuada para frenar a uno de los mejores conjuntos de la historia. Así las cosas el Barcelona, durante un buen tramo del año, no se encontraba a sí mismo. Hay que entender ésta última oración en su justa medida: el Barça no se encontraba en el sentido de que no ajusticiaba a los rivales de un modo tan cómodo y espectacular como durante los dos años anteriores, pero seguía siendo muy superior a todos. De este modo perdió en casa ante el inverosímil Hércules que más tarde bajaría a Segunda y pasó algún apuro que otro lejos del Camp Nou en Copa de Europa —Copenaghe, Rubin Kazan—.

A pesar de ello, el Barça era una roca granítica en el Camp Nou y no tuvo mayores problemas durante la primera fase de la Copa de Europa. En Liga todo lo cambió el 5-0 endosado al Madrid. Fue el primer momento en que adquirió el liderato del campeonato y no lo soltaría hasta el final del mismo, a pesar de algún tropiezo puntual —Anoeta, Gijón, Bernabéu—. Aquel partido supuso el despertar definitivo de un equipo que no había cuajado el fútbol que se esperaba de él hasta la fecha. El Barça comenzó a mezclar como siempre había sabido, perfeccionó las dinámicas de juego, los automatismos sin balón, la creatividad de sus mejores jugadores —Messi, Xavi, Iniesta— y acopló con menor dificultad que el año anterior a Ibrahimovic a Villa —y a Mascherano—. Comenzó a golear sin piedad por diferencias de locura —varios partidos ganados con rentas de cinco goles o más, incluida la goleada por 8-0 al Almería en su casa— y sublimó, un día más, la práctica del fútbol. Era, sencillamente, una gozada.

Y lo siguió siendo hasta el mes de abril, en el que se encontró al Madrid en la final de Copa, en las semifinales de Copa de Europa y en un partido bastante intrascendente en Liga. El Barça pareció levemente desestabilizado, al menos en el plano psíquico, por toda la marea mediática creada alrededor de los dos partidos y en la que Guardiola y los jugadores del Barça, tradicionalmente loados por su mesura y saber estar, cayeron quién sabe si voluntaria o involuntariamente. El caso es que el partido inicial de Liga en el Bernabéu supuso un adelanto de lo que llegaría más tarde: un Madrid muy echado hacia atrás. El Barça no arriesgó aquel día porque no lo necesitó, pero se mostró claramente superior como se mostraría en el cómputo total de los cuatro partidos que enfrentarían a ambos.

Y entre Liga y Copa de Europa llegó la Copa del Rey, el único broche amargo a una temporada que ha sido plenamente satisfactoria. Algunos aficionados del Barça otorgaban a este título una importancia menor, en efecto, y de hecho, las sombras alargadas de dos títulos de tanto tallaje como los otros dos previamente citados dejan en un difuminado recuerdo, perezoso y negativo, lo que sucedió aquella noche en Mestalla. Lo que sucedió fue que el Madrid fue mejor en la primera parte mostrándose muy decidido y que en la segunda aguantó todo lo posible para certificar su primer título copero en dos décadas mediante un cabezazo de Ronaldo. El Barça pareció mortal. Y todo el mundo pudo verlo. Y todo el ambiente se deterioró tras un partido de alto voltaje, en el que ningún jugador regaló absolutamente nada, en el que hubo trifulcas, daños colaterales, miradas rencorosas, furibundas provocaciones y una inquina generalizada entre unos y otros.

En ese estado de nerviosismo permanente llegaron ambos a las semifinales de Champions. Y ahí el Barça se mostró infinitamente superior. Supo abstraerse en el campo de las ruedas de prensa y de los titulares, cosa que el Madrid y su entrenador no, y dominó y venció en el Bernabéu con un Messi estelar, espectacular, resolutivo y pieza clave del Barcelona. El Barça había superado su particular prueba de fuego, posiblemente la auténtica final de la temporada. De ahí al término todo fue un camino placentero —celebración del título de Liga mediante— hasta Wembley, donde volvió a imponerse bellamente al Manchester United.

Temporada perfecta, por ende, a excepción del leve punto de oscuridad que supuso la Copa del Rey. El Barça ha rozado el pleno y ha vuelto a alcanzar la excelencia durante media temporada. Messi se ha vuelto a confirmar, por si tenía alguien dudas, como el jugador más determinante y resolutivo del planeta con todo lo que ello conlleva para el Barça —positivo en tanto que se beneficia de ello, negativo en tanto que, el día que no lo esté no sabrá reponerse: capitaliza todo el fútbol del Barcelona, absorbe a sus compañeros—. El resto del equipo ha rayado a un nivel sensacional —a pesar de algunos bajones como el de Piqué o la falta de continuidad de Puyol— y se ha dado una alegría con la recuperación de Abidal —que tras su cáncer ha jugado la final de la Champions—. ¿Objetivo de cara al año que viene? Mantenerse en la línea. Y prácticamente por tendencia debería hacerlo. Aunque la decadencia siempre llega en el momento más inesperado, el Barça sólo necesita leves retoques —quizá algún central, darle más minutos a jugadores como Afellay para que puedan suplir con mayores garantías a los titulares—. Feliz eternidad la suya.

Lectura recomendada | Comparativa en Liga entre Madrid y Barcelona (Marca)
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martes, 31 de mayo de 2011

92 puntos


Andrés Pérez | Las temporadas en el Real Madrid nunca son comunes ni rutinarias. En ello ponen especial énfasis todos los medios de comunicación que rodean al club de la capital. Era previsible que este año, tras la contratación de Mourinho, lo que ya de por sí era un circo se elevara a la máxima potencia. Ha sucedido y no ha sido agradable, ni en Madrid ni en Barcelona. En general, se puede calificar la temporada del Madrid como levemente exitosa respecto a la del año anterior —mejora exponencial en las dos competiciones coperas y semejantes resultados en Liga— pero constantemente torpedeada y ensuciada por la marea mediática desatada a su alrededor. Así pues, no es de extrañar que se observe en retrospectiva el año con cierto sabor amargo.

Tras la cierta desazón que produjo la temporada pasada, con Pellegrini al mando, con las recientes incorporaciones de Cristiano Ronaldo, Kaka' y Benzema y la llegada de uno de los mejores entrenadores de la última década, sobrado de carisma y con la aureola de ganador nato que le había llevado a conquistar dos Champions League, varias ligas y varias copas en Portugal, Inglaterra e Italia, el ambiente en Madrid era realmente ilusionante. La llegada de estrellas pujantes como Ozil o Di María y la incorporación de jugadores bastante fiables a priori como Carvalho o el metalúrgico Khedira consiguieron que, en términos genéricos, el Madrid aspirara a competir de igual a igual con el Barcelona. Este último punto serviría de losa para el equipo durante el resto del año.

Nadie recaería por aquel entonces en lo ilusorio de pretender que un equipo recién formado igualara en compenetración y proyección de juego a uno que llevaba casi cinco años gestándose en una misma base de futbolistas —Messi, Puyol, Iniesta, Xavi, Valdés, Abidal—. Comenzó el Madrid precipitado en Mallorca, donde se llevó el primer varapalo de la temporada empatando ante un rival, a priori, asequible. En aquel partido fue titular el también recién adquirido Canales, joven promesa del fútbol español que pareció contar, a principios del curso, con el beneplácito de Mourinho. A Canales le sucedería como a Pedro León: ambos se apagarían el restod el año. La derrota más tarde del Barcelona en casa ante el Hércules y los progresos evidentes del Madrid harían olvidar las dudas iniciales.

El Madrid cogió cuajo. Higuaín seguía en un espléndido estado de forma, Ronaldo también, Ozil se acoplaba a la perfección en la parcela ofensiva, Di María crecía en confianza, Carvalho desprendía carisma y seguridad en el centro de la defensa y Xabi Alonso se erguía definitivamente como el líder nato del conjunto. En Champions apenas tuvo inconvenientes e incluso se permitió el lujo de empatar en San Siro en los compases finales, uno de esos partidos que en los últimos años habría perdido casi con toda probabilidad —sería Pedro León el héroe de la noche, en el único momento feliz de su estancia en el Bernabéu—, y en Liga mantenía con firmeza la primera plaza ejerciendo de equipo autoritario en casa y práctico y resolutivo lejos de ella. Tal era la situación de optimismo creciente en Madrid que, en vísperas del importante partido en el Camp Nou, no eran pocos quienes observaban en el conjunto de Mourinho cierto favoritismo.

Y a partir de ahí, tras el cinco cero demoledor que el Barcelona infligió al equipo blanco, todo lo que durante prácticamente una vuelta había sido un camino esperanzador se tiñó de acidez. Mourinho respondió con el carácter que le caracteriza a las primeras críticas que le vertía cierto sector de la prensa. El partido del Camp Nou dejó entrever ciertas carencias ofensivas del equipo. El Madrid no mezclaba bien, sufría en los partidos y no jugaba particularmente bonito. A pesar de ello terminó la primera vuelta como una centella imponiéndose a Villarreal, Sevilla y Valencia, manteniendo vivas las esperanzas de conquistar aún la Liga. Sucedió, en el último partido de la primera vuelta, que empató en casa de un deshauciado Almería y que, dos jornadas después, perdió en casa de Osasuna, también equipo que luchaba por no descender.

A partir de ahí la Liga pareció un objetivo más lejano —pese a que el Barça empataría más tarde en casa del Sporting—. La clasificación tanto de Madrid como de Barcelona para semifinales de la Champions y la ya por aquel entonces segura final de Copa entre ambos dejó en un segundo plano la competición doméstica para el Madrid. Frente a sí tenía dos títulos bastante lejanos en el tiempo y los debía conseguir frente al Barça. En abril el punto de amargura, ambiente viciado y provocaciones constantes entre uno y otro lado llegaba a su punto álgido y, en tal situación, demostrada en la primera vuelta la inferioridad deportiva del Madrid respecto al Barcelona, ganar tanto la Copa como la Champions eran requisitos indispensables.

Y sucedió que el Madrid ganó la Copa del Rey brillantemente, que previamente había empatado en el Bernabéu y que en Champions no tuvo ninguna opción. En fin, todo aquello había saltado por los aires con la rueda de prensa de Guardiola el día antes del partido de ida en el Bernabéu. Tras el partido de vuelta en el Camp Nou la temporada del Madrid había terminado, no sin un poso ciertamente agrio, resultante de lo acontecido en el ámbito extradeportivo. Algunos aficionados neutrales tenían la sensación de que toda aquella parafernalia creada en el entorno del Madrid y que felizmente secundó el del Barça sólo podía quedar justificada en caso de victoria en la mayor parte de las competiciones. Al no ser así, aquel capítulo resultó bastante ridículo.

La temporada del Madrid no se puede entender sin lo sucedido a su alrededor, especialmente en el mes de abril. Entre otros motivos porque ha servido de punta de lanza de algunos sectores tanto de la afición como del Barcelona —como del periodismo más próximo al Madrid— para exigir la dimisión o la destitución de Mourinho pese a los logros deportivos. Y más allá del ruido creado sobre el club, hay que valorar los resultados deportivos para emitir un juicio de valor medianamente útil a la hora de analizar el futuro del Madrid — lejos de las etéreas e intangibles cualidades de imagen, filosofía y espíritu de club.

En general, el año ha sido bastante positivo en Madrid. A excepción de la Liga, donde ha conseguido cuatro puntos menos que el año pasado, el equipo ha mejorado en todas las competiciones —consiguiendo una que se resistía desde hacía casi veinte años y superando los octavos en otra, algo que no lograba hacía siete años—. Por otro lado, y algo que puede ser incluso más importante, es posible que se haya apostado definitivamente por un proyecto realmente a largo plazo. Mourinho ha llegado para quedarse y a una plantilla espectacular, excelsa y sobrada de talento se le adivinan enormes posibilidades con el poso de un año de toma de contacto y sistemas de juego ya adquiridos. Porque este que llega y no el que abandonamos, será la auténtica prueba de fuego para Mourinho.

Lectura recomendada | Comparativa en Liga entre Madrid y Barcelona (Marca)
En MQF | 96 puntos (temporada 09/10)
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domingo, 29 de mayo de 2011

Al Barça no se le adivina ocaso


Andrés Pérez | Escudado en una perfección ineludible, el Barça cerró en Wembley un círculo que abarca dos décadas y que compone el más brillante cuadro futbolístico que se recuerda en Barcelona. Lo hizo de nuevo ante el Manchester United mostrándose enormemente superior, apenas acuciado en tareas defensivas durante la mayor parte del partido, bailarín, grácil, eternamente móvil, enrevesado en sí mismo, gustoso del fútbol que explota, victorioso al fin y al cabo, firmando en pleno siglo XXI un dominio cíclico semejante al que Ajax, Bayern o Liverpool impusieron en la década de los 70, mostrando su firme candidatura a uno de los mejores equipos de siempre. Fue otra vez en Londres y fueron otra vez Messi, Iniesta y Xavi, símbolos junto a Valdés y Puyol de las tres últimas Copas de Europa del conjunto culé, historia viva del fútbol.

Cuadró el Barcelona de Guardiola el círculo en Wembley. Sin mayores sobresaltos, tan sólo aquellos reglamentados en cada final de este equipo durante los diez primeros minutos, atando el balón en corto, haciendo correr al rival, acelerando en los metros finales, buscando amigos en cada esquina, asociación y espacios a la espaldas de todas las líneas del rival. Es el del Barça un fútbol ofensivo y vertical pese a que en ocasiones transite por la horizontalidad. No en vano se encarga Messi, en un estado de forma encomiable año tras año, postulándose como el jugador más determinante de la década que abandona y de la que llega, de dotar de carácter agresivo y vertical al juego del Barcelona. Messi y el Barça son una asociación inevitablemente ganadora, entendiendo al Barça como una espléndida generación de jugadores extremadamente competitivos, concienciados, conocedores de sus virtudes y en posición de hacerlas prevalecer frente a las de su rival. No hay mayor virtud en el deporte que la capacidad infinita y recurrente de ser mejor. Y el Barça es uno de los pocos equipos en la historia capacitado para ello.

Entra el conjunto culé en el club de las cuatro coronas continentales y con su tercer título en seis años confirma su hegemonía en Europa durante los últimos años. Enfrente se encontró de nuevo un United excesivamente desnortado, sin recursos más allá del combate agresivo y rudimentario que por momentos volvió a inquietar a Valdés durante los primeros minutos. Ya en la rueda de prensa, destinado a la derrota ante un equipo invariablemente ganador, Ferguson, escocés airado al que difícilmente se le encuentra en un renuncio, afirmó sin paliativos que aquel era el mejor equipo que había visto jamás durante su cuarto de siglo como entrenador. Viniendo de un tipo que ha ganado más de una decena de ligas en Inglaterra y dos Copas de Europa son palabras a tener en cuenta. Aunque en realidad se trata de otra ristra de elogios que se suman al ya extenso palmarés del Barça, de este Barça capitaneado por Puyol y dirigido por Xavi, en este campo.


No hay novedad. El Barça ha conseguido de la excelencia la rutina y sólo por eso merece un aplauso y la rendición incondicional a su estilo en todo el universo fútbol. Guardiola y sus jugadores tienen una ideología y la aplican con fervorosa devoción. Independientemente de que se concorde con ella o no —es una ideología y como tal no vale nada más allá de la afinidad que cada uno quiera darle— es de inevitable admiración el tesón con el que la ejercen. El Barça tiene una idea y vive o muere con ella. Por el momento le ha tocado vivir. Quizá aún sea pronto para apreciar con profundidad lo logrado por esta generación de jugadores, que cabalgan cada temporada a lomos del éxito con absoluta normalidad, desmitificando la gloria, con toda la felicidad y todo el riesgo que ello conlleva. Quizá, decía, sea temprano para valorar en retrospectiva las gestas de este equipo. Hace seis años al Barça se le reprochaba escasez de bagaje europeo, una tez perdedora en los momentos de la verdad más allá de aquel oasis de Wembley firmado por Koeman. De la noche a la mañana, en menos de una década, el Barça está ya en la segunda fila por detrás de Liverpool, Milan y Real Madrid.

Tal fugacidad le ha llegado al Barça relativamente prolongada en el tiempo y en dos ciclos diferenciados: el de Rijkaard y el de Guardiola. Lo cual es aún más admirable. El Barça se ha sabido reconstruir para seguir en el mismo sitio. Es una hazaña a la altura tan sólo de los grandes equipos de la historia. Con todo ello, en este alegato que puede parecer póstumo, al Barça le sobran años por delante porque gran parte de la base de su equipo sigue siendo muy joven y se mantiene en una forma excelente. A excepción de Xavi o Puyol, el resto del equipo tiene aún mucho futuro por delante, y observando a tipos como Giggs o Scholes cuesta no decir lo mismo de los dos canteranos catalanes. Es decir: el año que viene habrá más si ningún equipo es capaz de crear un sistema de juego que frene la marea combinativa del Barça. Y al siguiente más. Y es posible que al siguiente más. No se le adivina ocaso al Barça y el culpable de ello es Messi, jugador celestial empeñado en ser irrepetible cabalgando a lomos de un conjunto ya, no hay duda, bañado en leyenda.

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sábado, 28 de mayo de 2011

El asalto a la cuarta orejuda


Pablo Orleans | Último asalto de la temporada. El Barça tiene ante sí la posibilidad de conquistar el póker de Champions con una jugada magistral, en un tapete simbólicamente atractivo para el barcelonismo y ante un rival de los fuertes, un Manchester United todavía herido, eterno rencoroso, tras el golpe que los azulgrana de un novato Guardiola les asestaron en Roma, en la eterna capital italiana de inmensos coliseos y pasado glorioso. En esta ocasión, los red devils esperan cerquita de casa, en su patria, devolver el golpe recibido hace dos años y un día con la consecución de la tercera Copa de Europa de Sir Alex Ferguson, ese estratega escocés con aires de inglés ebrio. El Dictador del banquillo rojo le guarda una al Barça pero, sobre todo, se la guarda a Guardiola.

Mientras tanto, el técnico del FC Barcelona llegó a la ciudad inglesa con todos sus efectivos disponibles. El once que todos nos conocemos de carrerilla plantará cara en la alfombra de ese glorioso estadio donde, una vez, el Barça conquistó Europa. Aquel zarpazo de Koeman en el minuto 111. Aquella falta embarullada contra la Sampdoria sobre Eusebio al borde del semicírculo del área. Aquellas excelentes vibraciones cuando Ronald, el 4 del Barça atulipanado, cogía el balón con las dos manos y lo plantaba con mimo sobre el verde de Wembley. Aquel silencio previo. Aquellos corazones taquicárdicos. El miedo italiano contra la esperanza española. Esa carrera en la que todo el barcelonismo cogió aire. Aquellos dos pasos y medio frente a tres blucerchiatis y ese golpeo mágico. Seco pero dirigido, el misil que salió de la bota derecha del central holandés rozó el palo impidiendo al gran Pagliuca llegar a tiempo, convirtiéndolo en un espectador de lujo, en un protagonista derrotado.

La suerte está echada. Las aficiones, con las caras pintadas, las bufandas en el cuello, con bombos y banderas y un millón de razones para creerse ganadores, poblarán las gradas del nuevo Wembley para ayudar a sus equipos a conseguir la orejuda más valiosa, el trofeo más deseado. Sobre el terreno de juego, las miles de ilusiones de quienes no quieren perder, se unirán a las sudadas casacas de los futbolistas y juntos revivirán, como en aquel 20 de mayo de 1992, una jugada in extremis, un despiste fatal o una genialidad esperada, para llevarse la gloria o el vacío reconocimiento de ser un segundón. Que gane el fútbol, que gane el espectáculo. Pero, sobre todo, que gane el Barça.

Imagen | Gradas

jueves, 26 de mayo de 2011

El triunfo de la afición


Miguel Salazar | Jorge Valdano, buen futbolista mejor orador, afirmó en su día que «el fútbol es un estado de ánimo». Definición que bien podría ser extrapolada y aplicada a las aficiones de este deporte y que le viene como anillo al dedo a una en particular, la del Real Zaragoza. La hinchada blanquilla comenzó la temporada pitando al equipo y en la última jornada ha terminado protagonizando el mayor desplazamiento en la historia de la Liga. Un dato que resume el recorrido del conjunto y que confirma la biporalidad de la afición.

La frágil situación del equipo, el cambio de juego y de actitud por parte de los jugadores —fruto de la llegada de Javier Aguirre— generó un sentimiento entre la afición en un grado que pocas veces se ha visto en la capital de Aragón. Los precios populares que se ofertaron desde la entidad para los últimos partidos de la temporada provocaron el lleno de La Romareda ante Osasuna, además de unos números poco frecuentes por su magnitud en el resto encuentros. Un movimiento zaragocista masivo con la esperanza y optimismo por bandera se fraguaba conforme pasaban las jornadas, terminando de gestarse coincidiendo con la final ahte el Levante.

Tras haber agotado todo el papel el primer día, la nueva remesa al día siguiente e incluso las reservas a distancia, post-recogida en el Ciudad de Valencia, se confirmaban las mejores expectativas: alrededor de 10.000 zaragocistas acompañarían al equipo en, sin duda alguna, el partido más trascendente de la temporada. En el encuentro de aquella noche solo había dos resultados posibles, ni la victoria, ni el empate, ni la derrota, solo cabía vivir o morir… y la afición bien lo sabía.

La llegada de los más de 100 autobuses desató la locura. Nada más poner los pies en Valencia, a siete horas de encuentro, los cánticos afloraron en clave de saludo y no se detendrían hasta bien entrada la noche. Siempre había un grupo, más o menos numeroso, haciendo de banda sonora del resto de la afición, recordando los cánticos más populares entonados en La Romareda. Las miles de camisetas portadas por los hinchas tiñeron los aledaños del estadio de blanco, azul, negro y amarillo donde se notaba cierto nerviosismo. Y no por miedo a la derrota sino por prisa a que empezara el encuentro lo antes posible. Restaban poco menos de dos horas para el comienzo del choque cuando llegó el autobús. Un pasillo humano interminable y atronador daba la bienvenida al autobús del león que portaba a los héroes de la noche, el momento tan esperado se acercaba.

Como si de su estadio se tratase la afición conquistó el Ciudad de Valencia en una imagen casi inédita en un partido de la Liga española. Los 10.000 seguidores abarrotaron las gradas antes de que la final comenzara y los auriculares empezaron a hacer acto de presencia en los oídos de alguno de ellos en una misión casi imposible debido a los decibelios que manaban de las gargantas de la afición. Sin embargo sonaban con ganas de cantar un gol, se notaba esa incertidumbre, alimentada además por los dos goles anulados al Real Zaragoza. Fue entonces cuando Gabi dio inicio a la fiesta. Su gol de falta significó muchas cosas, entre otras, que el pesimismo de los más cenizos desapareciera y que se comenzara a disfrutar de la fiesta zaragocista.

La segunda parte certificó que los cánticos aquella noche no conocieron la tregua. La grada saboreaba el 0-1 y el ambiente olía a Primera División. Hubo tiempo para todo en el partido, incluso para que la bipolaridad de la hinchada se manifestara en forma de silbidos hacia Jorge López cuando éste sustituyó a Boutahar, aunque solo quedó en un espejismo. El segundo gol del capitán desató la locura, aunque el tanto de Stuani palió el efecto, que no los cánticos, a los siete minutos y con el partido ya expirando. Sin embargo, no hubo nada más de que preocuparse que no fuera de concluir la noche con el acto final.

Fue entonces cuando el himno saltó a escena en su máximo esplendor al ser interpretado por diez millares de gargantas ya desgarradas y llenas de júbilo que recordaba a otras noches ilustres de la hinchada maña. La celebración se prolongó en las gradas tras el pitido final, era el tiempo de disfrutar del triunfo y de respirar tranquilos por primera vez en la temporada, era el tiempo de la afición y de su victoria. Los jugadores saludaron a su público, sabedores de que ha sido una de las claves de su final de temporada. Las múltiples celebraciones, desmesuradas para algunos, solo certifican que queda gente, mucha gente, que vive el Real Zaragoza y que una asignatura pendiente desde hace un tiempo ha sido aprobada. Solo falta que el compromiso adquirido esta temporada perdure en el tiempo para guiar a este equipo donde debe de estar.

En MQF | El drama aparca en Riazor | Profesionalidad y compromiso por bandera
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miércoles, 25 de mayo de 2011

Profesionalidad y compromiso por bandera


Víctor Úcar | Hay equipos que cuentan con jugadores capaces de resolver un partido. Otros logran victorias gracias a un fantástico trabajo de estrategia. Y unos pocos consiguen formar un bloque compacto que gana los encuentros jugando de memoria. Sin embargo, aunque los objetivos de una plantilla sean ambiciosos —ganar títulos— o limitados —la permanencia en la élite—, hay dos cuestiones que un vestuario tiene la obligación de reunir si quiere cumplir sus metas: la profesionalidad y el compromiso. Un equipo puede tener más o menos calidad, puede contar con jugadores más o menos talentosos, puede congregar un presupuesto más o menos modesto, pero que el bloque se esfuerce al máximo y demuestre una entrega al cien por cien sobre el terreno de juego es algo que no debe cuestionarse.

En este sentido, aunque podemos recriminar y señalar muchas cuestiones negativas del Real Zaragoza 2010-2011, sería muy injusto no reconocer el esfuerzo que han hecho los profesionales que han conformado el equipo este año para lograr la salvación. Y es cierto, seguramente esta temporada hemos contemplado una de las plantillas zaragocistas con menor calidad de los últimos años, un equipo sin un referente ofensivo capaz de solventar los partidos con sus goles, una zaga lenta, insegura e incapaz de cerrar el grifo durante gran parte de la campaña, o un fondo de armario que ha sobrepasado los límites de la escasez futbolística. Sin embargo, si hay algo que los jugadores de este Real Zaragoza han sabido demostrar sobre el césped ha sido una profesionalidad intachable y un compromiso admirable. Es por eso que el mérito de la permanencia les pertenece exclusivamente a ellos. Bueno, a ellos y a su magnífico director de orquesta: Javier Aguirre.

El técnico mexicano arribó a la capital aragonesa a mediados del mes de noviembre para sustituir al tándem Gay-Nayim y bajo la vitola de ser un entrenador-psicólogo, capaz de levantar el ánimo de una plantilla que en algo más de dos meses se encontraba más cerca de segunda división que de la propia Liga BBVA —solo una victoria y siete puntos en 11 jornadas—. El reto no era nada sencillo, y la confección final de la plantilla tampoco invitaba al optimismo. Tan solo un cambio de dinámica y varios refuerzos invernales aparecían en el horizonte como lejanas soluciones, aunque muy poco convincentes. Además, con Aguirre ejerciendo ya en el cargo, los resultados no mejoraron antes de las navidades: tres puntos en cinco encuentros. El conjunto zaragocista continuaba como colista. La Segunda División parecía todo un hecho.

Sin embargo, con la llegada del nuevo año, el Real Zaragoza sufrió una agradable transformación. Aparentemente, nada que ver tuvieron en ella los dos fichajes invernales —N’Daw apenas ha jugado con la elástica blanquilla y Da Silva, aunque ha sido muy importante en el tramo final, no apareció en escena hasta que Contini cayó lesionado en el mes de abril—, aunque como dijo el técnico mexicano, «todo lo que viene suma para el equipo». Pero sí que cambio la suerte, y con ello la dinámica del grupo: cuatro victorias en cinco choques resucitaron al Zaragoza en un mes de enero milagroso. La salvación seguía siendo difícil, pero ya no resultaba una quimera. La victoria ante la Real Sociedad en la jornada 17 había marcado el punto de inflexión blanquillo, por lo que a partir de ahí la permanencia que había que gestar en la segunda vuelta pasaba por seguir creando de La Romareda un fortín y rascar algún punto fuera de casa.

La fortaleza casera se construyó a base de regularidad —ocho victorias y un empate en los 12 encuentros que se han disputado desde enero de 2011—, pero la hazaña visitante solo tuvo un espejismo de mejora en la jornada 20 con la victoria en La Rosaleda por 1-2 ante un rival directo como el Málaga. Desde entonces hasta el final de temporada un empate en Gijón fue el único botín de los de Aguirre, que acumularon hasta cuatro derrotas consecutivas a domicilio. Sin embargo, en el mejor escenario posible, durante último fin de semana de abril, el Real Zaragoza conseguía una victoria épica ante el Real Madrid (2-3) que le daba prácticamente la permanencia. Tras ese histórico resultado en la capital española, ganando sus dos últimos compromisos locales el club se agarraba a Primera. Pero después de una temporada sufriendo desde la jornada número uno, el equipo maño no iba a permitir que su afición respirase tranquila las últimas jornadas. Una derrota inesperada en La Romareda —que colgó el cartel de no hay billetes— frente a Osasuna y otra desafortunada y a última hora en San Sebastián volvían a meter al equipo en descenso y sin margen de error para atar la permanencia.

Pero si algo ha caracterizado a esta plantilla a lo largo de todo el año es que cuanta más presión y más cerca se encuentra la soga del cuello mejor rinde el colectivo. Y así se demostró en las dos últimas jornadas, concebidas como auténticas finales de copa. La penúltima final se jugó en La Romareda ante el Espanyol, y el equipo, arropado en todo momento por su afición, dio la cara y consiguió los tres puntos que necesitaba para llegar con vida a la última jornada. ¿Quién iba a imaginar que el equipo dependería de sí mismo para salvarse en la jornada 38? Lo cierto es que en navidades era absolutamente inimaginable, pero desde enero se empezó a observar que el compromiso y la profesionalidad de la plantilla podían ser suficientes para lograrlo. Y en esas circunstancias llegó la última y decisiva jornada de la liga. No había más. La derrota condenaba al equipo al infierno de la segunda división; el empate hacía depender del resto de equipos implicados; y la victoria aseguraba la permanencia matemática. Solo había por tanto un único camino a seguir: ganar al Levante —ya salvado— en el Ciudad de Valencia.

Y la afición no estaba dispuesta a perdérselo. En el momento más difícil del Real Zaragoza como institución, más de 10.000 zaragocistas decidieron arropar a su equipo lejos de La Romareda para demostrar su plena confianza en los jugadores. Sin duda, ellos no podían fallar. Se lo debían a la afición. Por eso, de nuevo en una situación de máxima tensión, los jugadores del Real Zaragoza volvieron a responder con otra victoria vital, la última de todas, la definitiva. La permanencia era ya un hecho, pero representaba también un éxito. Y todo ello a pesar de la crítica situación económica del club, de su grave crisis institucional y de su pésima gestión deportiva veraniega. Todo ello a pesar de vivir en un eterno escenario de tensión y presión salpicado por los impagos de Agapito Iglesias, golpeado por las denuncias recibidas de otros clubes nacionales y europeos y ocasionado por estar jugando finales desde las primeras jornadas de liga. Pero todo ello gracias a un excelente ejercicio de compromiso y profesionalidad que podríamos simbolizar en los jugadores más determinantes de la temporada —Gabi y Ponzio—, pero trasladable al resto de la plantilla y a su cuerpo técnico. Sin lugar a dudas, un gran ejemplo a seguir en el futuro.

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