martes, 12 de abril de 2011
El Chelsea, la Champions, el fútbol, la maldición
Andrés Pérez | A John Terry, un londinense de treinta años que se eleva sobre el firme 187 centímetros, aún le deben atormentar los fantasmas de la noche del 21 de mayo de 2008. Terry por aquel entonces era uno de los centrales más temidos en toda Europa. Su planta de inglés cabreado le permitía intimidar a cualquier delantero que le hiciera frente. La colocación, la rapidez al corte y una contundencia inapelable hacían el resto. Es decir, nadie podía imaginar un tipo menos dado al llanto, a la compasión o a la fragilidad emocional que John Terry, capitán del Chelsea, nacido en Londres, 27 años, un tipo realmente duro.
Más tarde se descubriría que, además de todas las virtudes anteriormente descritas, Terry contaba con un turbulento pasado familiar, un padre traficante de drogas y un largo historial de festividades nocturnas y líos de faldas con compañeros de equipo y selección. Pero eso sería mucho más tarde de lo que sucedería aquella noche del 21 de mayo de 2008, cuando John Terry, con el 26 a la espalda, cuidaba meticulosamente cada paso que le acercaba al punto de penalti. Once metros más allá esperaba Edwin Van der Sar, un espigado y veterano portero holandés que en sus últimos años como profesional decidió defender los colores del Manchester United, posiblemente el mejor equipo del mundo aquella temporada. John Terry calculaba cada gesto, cada acción, cada bocanada de aire, cada mirada furtiva dedicada al balón, a la portería o a Van der Sar. Lo hacía porque frente a sí tenía una responsabilidad mayúscula, posiblemente la mayor que hubiera afrontado un jugador del Chelesea jamás.
Contexto. En junio de 2003 Roman Abramovich, un oligarca ruso y una de las personas más adineradas del planeta, había decidido invertir en el Chelsea Football Club, un histórico equipo inglés. Desde su llegada, Abramovich ofreció ilimitado presupuesto al cuerpo tecnico blue para que su equipo lograra títulos por doquier. Consiguió todo lo que se puede conseguir en Inglaterra y desde ese mismo año, 2003, el Chelsea pasó a ser uno de los mejores equipos del planeta alcanzando en sucesivas ocasiones las semifinales de la Copa de Europa. Un dato: los únicos jugadores ingleses capitales en el proyecto de Abramovich eran Lampard y Terry. Otro: tan sólo cinco años más tarde el Chelsea alcanzaría la final, ante el Manchester, en Moscú, Rusia.
Así que allí estaba Terry, cargando el peso de un sinfín de millones de euros invertidos en la consecución de la Champions League. La expectativa y la presión era tal que mientras Terry caminaba hacia Van der Sar las cámaras enfocaron a algunos de los jugadores del Chelsea en el círculo central. Allí se pudo ver cómo Lampard apenas encontraba aire para respirar, a Ashley Cole mirando fijamente el tupido césped de Moscú y a Ballack rezando por no perder otra final. Había llovido, el césped estaba mojado. Cuando John Terry, londinense de 27 años, 187 centímetros de altura, más de 80 kilos de peso, inglés de los pies a la cabeza, capitán del Chelsea, el único jugador de su equipo que no fue contratado con el peso de las libras, cuando John Terry, decíamos, se dispuso a lanzar, la historia decidió ser fiel a sí misma y recrearse en la crueldad.
Terry se resbaló. Su lanzamiento se estrelló en el poste. Los millones no son suficientes, parecía explicar el destino, el fútbol o la maldición. Jamás el Chelsea estuvo tan cerca de acariciar la Copa de Europa. Finalmente y como no podía ser de otro modo, el Manchester, un club de mayor bagaje histórico, se terminó llevando aquel campeonato cuando Anelka, delantero francés del Chelsea, falló su lanzamiento. Atrás quedaba Terry, su resbalón, su corpulencia estrellándose contra el firme, el retumbar interior de miles de aficionados. Atrás quedaba el Chelsea y atrás se ha mantenido desde entonces.
La crueldad del fútbol aún deparaba un vericueto igual de doloroso para el Chelsea y para John Terry. Al año siguiente, en las semifinales del mismo torneo, el Barcelona se clasificó más allá del último minuto de la eliminatoria para la final, en casa del propio Chelsea, tras haberse adelantado en el marcador al principio de la eliminatoria, tras observar impotente cómo sus jugadores caían en el área rival una y otra vez sin obtener premio alguno.
Esta noche, tres años después de lo que sucedió en Moscú, el Chelsea mantiene el mismo bloque y la misma estructura de aquel entonces. Apenas tres jugadores despuntan entre las mismas caras, los mismos gestos, las mismas piernas: Torres, Ramires y David Luiz. Éste último no podrá jugar esta noche precisamente ante le Manchester United. Al Chelsea, a Terry, se el acumulan los años y las posibilidades de vencer en Europa se evaporan. Los fantasmas no se han esfumado. El Chelsea perdió por un gol en el partido de ida contando con ocasiones muy claras para darle la vuelta al encuentro y comprobando, impertérrito, una vez más, cómo sus jugadores siguen cayendo en el área rival sin que nada suceda con posterioridad. El peso del fútbol, el peso de los años. El peso de la maldición que empuja al Chelsea al olvido de la historia, sin cronistas que narren sus victorias y con testigos de su tiempo que expliquen sus miserias.
Lectura recomendada | Cuando el fútbol castiga a quien menos lo merece (Manchester United 1 - 1 Chelsea) (Más que Fútbol) | Justicia poética (Chelsea 1 - 1 Barcelona) (Más que Fútbol) | Maquinaria pesada en movimiento (Diarios de Fútbol)
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