viernes, 22 de abril de 2011

Historia del Fútbol: Los dedos de Duckadam


Andrés Pérez | Contaba Bernd Schuster cómo el taxista que le llevaba la noche del 7 de mayo de 1986 desde el Estadio Sánchez Pijuán hasta el hotel en el que estaba alojado su equipo, el Barcelona, no daba crédito a lo que veían sus ojos por el retrovisor. «¿Pero usted no estaba jugando el partido?», le preguntó el conductor, mientras bajaba el volumen de la narración de la final de la Copa de Europa entre el propio Barcelona y el Steatua de Bucarest, en Sevilla. Schuster había abandonado el estadio profundamente cabreado con su entrenador, Terry Venables, pocos minutos antes. Venables había decidido en el minuto 85 que el esplendoroso mediocentro alemán de los ochenta debía abandonar el terreno de juego. En aquel momento el partido se mantenía empatado a cero y el entrenador inglés consideró oportuno retirar del campo al lanzador de los penaltis y, con toda probablidad, mejor jugador de su equipo a falta de cinco minutos para el tiempo de prolongación. Schuster, que nunca entendió de delicadezas ni correcciones políticas, realizó un gesto airado a su entrenador y sin inmutarse abandonó el Sánchez Pijuán.

Así que allí estaba Schuster, dirigiéndose en taxi hacia un hotel céntrico de la ciudad hispalense donde vería el final del partido. El rubio centrocampista llegó a tiempo para la tanda de penaltis, en las que el Barcelona se enfrentaría a sus demonios buscando la ansiada primera Copa de Europa que durante tantos años se había resistido. Era la segunda vez que el club culé alcanzaba la final del torneo, habiendo perdido la primera en 1961, ante el Benfica, precisamente el mismo año en que el Real Madrid dejó de ganar Copas de Europa y se plantó en las cinco consecutivas. Aquel Benfica estaba comandado por Eusebio y también ganaría el torneo al año siguiente. Más aún: alcanzaría la final tres veces más, perdiendo todas ellas, durante la década de los sesenta. En suma, el Benfica era un rival ante el cual el peso de la historia dignificaría la derrota.


No parecía que la situación ante el Steatua de Bucarest, aquella noche primaveral de Sevilla, fuera comparable. A pesar de que el conjunto rumano alcanzaría las semifinales un par de veces más e incluso llegaría a perder estrepitosamente una final en 1988 ante el gran Milan, nadie en 1986 apostaba porque aquel conjunto plagado de jugadores semi-desconocidos pudiera postularse como una leyenda en Europa. La presión era doble para el Barcelona: no era lo mismo perder una Copa de Europa ante un equipo para los anales de la Historia que ante un grupo de rumanos criados bajo la gris capa del comunismo soviético, más allá del telón de acero.

Más tarde el Barcelona se alzaría con su primera Copa de Europa en 1992 ante la Sampdoria pero de aquello ya habrá tiempo de hablar. En aquel momento la situación era delicadísima para el conjunto catalán, que había visto como el tiempo transcurría hasta finalizar y deparar en la siempre tortuosa y legendaria tanda de penaltis. No cuesta imaginar a Schuster impávido ante los acontecimientos, maldiciendo a los dioses, al mundo y a Venables por haberle retirado del campo cuando aquella final estaba destinada para él y nadie más, borracho de egolatría al borde de la cama, pegado al televisor. En él, en el televisor, el alemán podría observar suspicazmente a un tal Duckadam, Helmuth Duckadam, portero de Semlac, Rumanía, arquero del Steatua de Bucarest, espigado y con bigote, de verde, defendiendo la portería del conjunto rumano. Al portero que Schuster creía que debía fusilar en una tanda de penaltis, en una final, que él consideraría, a buen seguro, robada por el ínclito Venables.


Lejos de la cabeza de Schuster, el técnico inglés del Barcelona había decidido que serían Alexanco, Pedraza, Pichi Alonso y Marcos Alonso los cuatro primeros lanzadores. No era la primera vez que el Barça se enfrentaba a los penaltis en aquella Copa de Europa. Ya en semifinales ante el Göteborg sueco tuvo que dejar al azar, puesto que una tanda de penaltis no es otra cosa que un juego de azar, la posibilidad de jugar una nueva final tantos años después. Por aquel entonces, en los ochenta, la Copa de Europa era un torneo completamente distinto al que conocemos en la actualidad. Antes de que el dinero creara diferencias insalvables en el continente, los outsiders tenían la posibilidad de acaparar rondas eliminatorias para pasmo de la Historia y los aires de grandeza de los tradicionales clubes campeones. No en vano, en aquella edición, el siguiente listado de sorprendentes equipos alcanzó los octavos de final: Austria Viena, Austria; Anderlecht, Bélgica; AC Omonia, Chipre; Hónved FC, Hungría; Zenit Leningrado, Unión Soviética; Kuusysi, Finlandia; Servette FC, Suiza; Aberdeen FC, Escocia; Fenerbahcçe, Turquía; y Hellas Verona, Italia. Eran otros tiempos.

En fin, Helmuth Duckadam, decíamos, portero del Steatua de Bucarest, melena rizada y bigote arisco, proveniente de la Rumanía de Ceauşescu. Lo que Schuster pudo ver desde su televisor y lo que sucedió aquella noche en el Estadio Sánchez Pijuán es uno de esos momentos anómalos que hacen del fútbol un deporte fuera de toda regla, uno de esos hechos que tan sólo deben ser posibles gracias a la alineación de los planetas o a algún truco de magia negra. No en vano, lanzó Alexanco y paró Duckadam. Lanzó Pedraza y paró Duckadam. Lanzó Pichi Alonso y paró Duckadam. Lanzó Marcos Alonso, paró Duckadam y, como Balint, centrocapista del Steaua, había batido anteriormente a Urruticoechea, portero del Barcelona, el Steaua se proclamó contra todo pronóstico campeón de Europa. Duckadam había parado todos y cada uno de los penaltis que le habían lanzado. Ver para creer.


El Barcelona se había quedado una vez más a las puertas y aquí ya cuesta imaginar a Schuster. Tan pronto pudo celebrarlo emborrachándose hasta el amanecer en las calles de Sevilla como pudo aumentar su cabreo emborrachándose hasta el amanecer en las calles de Sevilla. Lo más probable es que se fuera a dormir, convencido de una vez por todas que de algún modo Duckadam le había salvado de un ridículo histórico. Sea como fuere, Schuster ficharía más tarde por el Real Madrid, en señal de despecho. El Madrid de Ramón Mendoza. Mendoza juega un papel crucial en lo que a Duckadam le sucedería más tarde, una vez había hecho a su equipo campeón de Europa de un modo inverosímil e irrepetible en la historia. Mendoza fue con toda seguridad una de las personas que más celebró la derrota del Barcelona, como era de esperar. Y a partir de aquí rumor, leyenda y realidad se mezclan para dar luz a un relato oscuro, sangriento, doloroso y nunca corroborado por sus protagonistas.

Cuenta la historia que tras parar todos los penaltis al Barcelona, Helmuth Duckadam recibió como presente un Mercedes. El remitente provenía de Madrid y estaba a nombre de Ramón Mendoza, que le agradecía de tan vistoso modo su gesta. Duckadam recibió el regalo y el Gobierno rumano, el de Nicolae Ceauşescu, uno de los más sanguinarios títeres soviéticos en la Europa del Este durante la Guerra Fría que moriría fusilado por su propio pueblo en 1989, le llamó la atención. Para el frío y controlador gobierno comunista no era permisible que alguien, por más héroe nacional que fuera, ostentara semejante lujo capitalista en aquel paraíso socialista. Así que exigió a Duckadam que devolviera el automóvil ante la previsión de represalias por parte del aparato de Estado rumano. Duckadam se negó.


La versión oficial es que Duckadam tuvo que dejar el fútbol poco después por una trombosis. Regresaría tres años más tarde para jugar en el Vagonul Arad, un modestísimo conjunto rumano. La versión extraoficial cuenta que la policía de régimen de Ceauşescu, cumpliendo órdenes de las altas esferas de la cúpula de gobierno, buscó a Duckadam, lo apresó y delicadamente le rompió, uno a uno, los dedos con los que había parado todos los penaltis que aquella noche primaveral de Sevilla le habían lanzado. Los diez, hasta dejarle inutilizadas las manos. Hoy en día Duckadam tiene artrosis y nunca ha confirmado o desmentido esta historia. Tampoco Ramón Mendoza.

Más tarde llegaron los noventa, el Barça se proclamaría campeón de Europa de una vez por todas, el Milan forjaría un nombre de leyenda, Marsella, Estrella Roja y Borussia Dortmund serían los últimos outsiders en rellenar la ilustre lista de históricos campeones de la competición, el fútbol se mercantilizaría, los equipos suizos, finlandeses o belgas desaparecerían del mapa, el romanticismo se perdería, la Copa de Europa pasaría a llamarse Champions League y nadie se acordaría de Duckadam. Hasta 2010, cuando el legendario portero, obligado a vender los guantes de aquella final al pasar por importantes penurias económicas, alcanzaría la presidencia del Steaua de Bucarest, aún con su impertérrito bigote. Y con sus diez dedos. Los mismos que le valieron una brillante cara y una supuesta y oscura cruz en su vida.



Lectura recomendada | Anexo: Copa de Campeones de Europa 1985-86, Helmuth Duckadam, Liga de Campeones de la UEFA, Nicolae Ceauşescu, Bernd Schuster (Wikipedia) | El fútbol y la guerra fría. Helmut Duckadam: ¿víctima de Ceaucescu? (Notas de Fútbol) | Duckadam vuelve al lugar del crimen (As) | Duckadam y la tiranía de Ceaucescu (Fútbol and Soccer) | Llega el 'soci' 115.088 (El Mundo) | Duckadam appointed Steaua president (FIFA)
Imagen | Cahiers du football | Fútbol de PrimeraUEFA | Historia del fútbol en imágenes

1 Comentarios:

Anónimo dijo...

Que triste, cuando el rio suena es porque piedras trae, en todo caso del bloque de hierro se puede esperar cualquier cosa.