miércoles, 18 de mayo de 2011

Manchester es una fiesta


Andrés Pérez | Hubo un tiempo, durante la década de los ochenta, en el que a los aficionados del United y el City, ambos equipos de Manchester, no tenían gran cosa que celebrar. Los equipos más allá del Mersey, Liverpool y Everton, se repartían, con más fortuna para los reds que para los toffies, la práctica totalidad de los títulos ligueros. Así, en Manchester, lejos de las mieles del éxito deportivo, se consolaban en discotecas maravillosas donde grupos de todo tipo y condición hacían historia sin saberlo, probablemente más ocupados en experimentar con todas las drogas de diseño que les fuera posible. Joy Division había muerto con Ian Curtis y su trágica concepción de la existencia humana se había transformado en New Order, un hedonista grupo de post-punk que creció y creció junto a Tony Wilson y a un garito ya legendario llamado The Haçienda, centro neurálgico de todo lo que sucedería en Manchester durante los años posteriores.

Manchester era una fiesta. La producción musical de aquellos años, a falta de cosas mejores de las que presumir en los terrenos de juego, fue sencillamente abrumadora: New Order, Happy Mondays, The Smiths, The Stone Roses o Inspiral Carpets entre otros muchos dan fe de ello. Pero, como todo en la vida, aquel desmadre continuado que debía ser la ciudad mancuniana en los ochenta terminó por irse al garete, surgió el grunge, todo el mundo comenzó a girar la cabeza en dirección hacia la deprimente Seattle de principios de los noventa y hasta que un par de paletos apellidados Gallagher decidieron perpetrar esa obra magna de la última década del siglo XX llamada Definitely Maybe nadie volvió a preguntarse por aquella ciudad del norte, rica e industrial que no destacaba por absolutamente nada.

Por nada excepto por un equipo que, tras la resaca permanente en la que se instaló el Liverpool, comenzaba, de la mano de un tal Alex Ferguson, a llevarse títulos a espuertas. Y así hasta la decimonovena liga del pasado fin de semana, campeonato que deja en solitario al Manchester United como equipo que más veces ha ganado la Liga en Inglaterra. Armando menos ruido y con una trayectoria neonata en lo tocante a la consecución de títulos, el City, casi al mismo tiempo con un gol del intratable Touré Yayá, levantaba la FA Cup, un trofeo indispensable para que el multimillonario proyecto encabezado por un fondo de inversión árabe continúe en pie y en el futuro, a base de libras, aspire a algo más. Manchester, el pasado fin de semana, volvió a ser una fiesta. Sus dos equipos se repartían los títulos.

No cabe sino admirar al United, un equipo pensado y fabricado para la gloria que con pasmosa facilidad la obtiene año sí año también. A su decimonovena Liga, tras gol de Rooney, el mejor jugador del equipo, hay que sumar una nueva final de la Champions League, esta vez ante el Barcelona. Y poco más queda por decir del magnífico equipo que Ferguson ha ideado. En esta su última temporada se retira en lo más alto. Es el más grande. Sin discusión. Como sin discusión es Mancini un entrenador pobre en recursos y cobarde en sus ejecuciones. Nadie osaría negarle tan orgulloso título a un italiano. De ahí que sorprendiera el domingo ante el Stoke, controlando el partido su City, buscando variantes ofensivas, rotando en Silva para que éste, a base de asociarse con sus compañeros, fabricara ocasiones con más criterio que la pura intuición bruta. No cuesta imaginar al City o al United bailar a sus respecivos rivales al ritmo de 24 Hours Party People o a Ferguson observando en retrospectiva su carrera deportiva con Age Of Consent de fondo, henchido de gloria y placer.

No cuesta, al mismo tiempo, imaginar a toda una ciudad moviendo sus cuerpos indefinidos a ciertas alturas de la noche bajo el techo de la ya finada pero siempre presente Haçienda. Porque, en el fondo, Manchester nunca dejó ni dejará de ser una gran fiesta.

Imagen | El País

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