Andrés Pérez | ¿Se acuerdan? Ayer hablábamos, a raíz de las sensaciones que nos deparó la última jornada de liga, de la posible humanidad mostrada por el Barça y por el Madrid. En el caso del segundo, el asunto no pasa de la mera reiteración, pero si hablamos del Barça la cosa cambia. Durante más de un año, el magistral equipo de Guardiola, que ya caminaba hacia el endiosamiento absoluto, arrasó allí donde pisó Copa, Liga y Champions. Y todos, yo el primero, aplaudimos con las orejas semejante demostración de talento, de virtudes, de inteligencia aplicada en el terreno de juego. Nadie osó reprochar absolutamente nada al Barça. Fue el mejor, fue perfecto, fue histórico. Con todo el merecimiento arrancaba esta temporada con ínfulas de llevarse de nuevo la triple corona. Pero una vez en el cielo, la nube se ha inflado demasiado. Sí, es cierto, el Barça es el mejor equipo del mundo, pero algunos ya aventuraban en él al mejor equipo de la historia. Y tanto, no. Justa valoración sí. Fanatismo el justo.
Llegó el Rubin Kazan, vigente campeón de la incipiente Premier League Rusa, de la remota República de Tartaristán, un lugar gélido y alejado de los focos de la civilización occiental, y devolvió el Barça a un rango terrenal. Lo hizo sin aspavientos, con orden y control, con el convencimiento de que, haciendo su juego, tenía posibilidades. Fue valiente a su manera y no contento con adelantarse en el marcador logró imponerse una vez más tras el empate de Ibrahimovic. Mi más sincero aplauso. Gestos como el suyo, de rebeldía absoluta, de humanización de lo divino, hacen de este deporte algo grande. Una vez hemos procedido a las pertinentes felicitaciones, pasemos al Barça.
El conjunto de Guardiola cuajó un partido mediocre ante el Almería, no jugó todo lo bien que pudo ante el Dinamo de Kiev y empató en Valencia ante un rival que le apretó más de lo habitual. ¿Alarma? En absoluto. No se alarmó la hinchada culé ni lo hizo el equipo, bien hecho, porque tampoco conviene caer en el dramatismo absoluto. Pero de la autocrítica hubo cero. Como lo lleva habiendo desde inicios de la temporada. Corría el Barça, como corren todos los equipos que triunfan a lo grande, de caer en la autocomplacencia, en relamerse excesivamente en sus cualidades, en superponer lo sobrenatural a lo normal, en suma, corría el riesgo de vivir en una nube alejada de la realidad. Sin aspavientos, progresivamente, se ha encaminado hacia ella. Y en la autocomplacencia descubrimos los defectos de los equipos grandes, de los épicos, de los destinados a marcar época.
Le sucedió al Madrid de los Galácticos y al propio Barça de Riijkard. ¿Le sucederá lo mismo a este Barça de Guardiola? Espero que no, huelga decirlo. Su fútbol es de otro planeta y supone un placer, un deleite, para los sentidos observar como los once sabios jugadores que componen su alineación titular tejen un juego descomunal, preciosista, de sociedad, de un amigo en cada esquina y de una filosofía bella. El Rubin Kazan no es el fin. Al contrario. Supone el inicio. El inicio de una reflexión necesaria que ha convertido a un equipo en teoría, el año pasado, terrenal, en un compendio de figuras endiosadas incapaces de creer que, algún dia, cierto equipo de la lejana Rusia evidenciaría sus carencias, de ego y de crítica, en su propio feudo. Perder ayer no es un drama, ni una alarma. Es un toque de atención. Comprenderlo o no es la clave para que un bache no se convierta en una sima abisal.
Vía | Wikipedia, El País, Más que Fútbol
Imagen | Marca
Llegó el Rubin Kazan, vigente campeón de la incipiente Premier League Rusa, de la remota República de Tartaristán, un lugar gélido y alejado de los focos de la civilización occiental, y devolvió el Barça a un rango terrenal. Lo hizo sin aspavientos, con orden y control, con el convencimiento de que, haciendo su juego, tenía posibilidades. Fue valiente a su manera y no contento con adelantarse en el marcador logró imponerse una vez más tras el empate de Ibrahimovic. Mi más sincero aplauso. Gestos como el suyo, de rebeldía absoluta, de humanización de lo divino, hacen de este deporte algo grande. Una vez hemos procedido a las pertinentes felicitaciones, pasemos al Barça.
El conjunto de Guardiola cuajó un partido mediocre ante el Almería, no jugó todo lo bien que pudo ante el Dinamo de Kiev y empató en Valencia ante un rival que le apretó más de lo habitual. ¿Alarma? En absoluto. No se alarmó la hinchada culé ni lo hizo el equipo, bien hecho, porque tampoco conviene caer en el dramatismo absoluto. Pero de la autocrítica hubo cero. Como lo lleva habiendo desde inicios de la temporada. Corría el Barça, como corren todos los equipos que triunfan a lo grande, de caer en la autocomplacencia, en relamerse excesivamente en sus cualidades, en superponer lo sobrenatural a lo normal, en suma, corría el riesgo de vivir en una nube alejada de la realidad. Sin aspavientos, progresivamente, se ha encaminado hacia ella. Y en la autocomplacencia descubrimos los defectos de los equipos grandes, de los épicos, de los destinados a marcar época.
Le sucedió al Madrid de los Galácticos y al propio Barça de Riijkard. ¿Le sucederá lo mismo a este Barça de Guardiola? Espero que no, huelga decirlo. Su fútbol es de otro planeta y supone un placer, un deleite, para los sentidos observar como los once sabios jugadores que componen su alineación titular tejen un juego descomunal, preciosista, de sociedad, de un amigo en cada esquina y de una filosofía bella. El Rubin Kazan no es el fin. Al contrario. Supone el inicio. El inicio de una reflexión necesaria que ha convertido a un equipo en teoría, el año pasado, terrenal, en un compendio de figuras endiosadas incapaces de creer que, algún dia, cierto equipo de la lejana Rusia evidenciaría sus carencias, de ego y de crítica, en su propio feudo. Perder ayer no es un drama, ni una alarma. Es un toque de atención. Comprenderlo o no es la clave para que un bache no se convierta en una sima abisal.
Vía | Wikipedia, El País, Más que Fútbol
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