Andrés Pérez | Brede Hangeland es un tipo alto y desgarbado, de complexión endomórfica, rubio, y, se mire por donde se mire a primera vista, desde luego no la imagen idílica de un futbolística. Sus carencias técnicas son evidentes y se siente inseguro con el manejo del balón. Hangeland, noruego nacido en Estados Unidos, en Houston, es un defensa de empuje y despeje: lo suyo es ser expeditivo. No reúne ningún requisito particular por el que amarle en el ejercicio de su profesión ni por el que pasará a la historia. De momento.
Hangeland es uno de tantos. Está bien, su aspecto es especial, tiene una mirada inquieta y áspera, quizá alicaída, melancólica. En fin, es noruego, no son tipos efusivos. Pero, a fin de cuentas, Hangeland es otro central más, uno de tantos que honradamente trabaja cada fin de semana en los duros campos de la Premier League esperando que su contrato sea renovado, anhelando que Drogba o Rooney no tengan el día, volviendo a casa felizmente, saboreando la gustosa nula exposición mediática con su familia, probables hijos, novia, mascota o, simplemente, con cualquier amigo por fortuito que sea.
Cuando a mediados de al segunda parte Nani botó un córner y Hangeland empujó el balón con la espinilla hacia la red de su propio equipo, el Fulham, un coqueto y pequeño club del centro de Londres que viste la casaca de local en uno de los estadios más románticos que se imaginan, el mundo, al noruego, se le venía encima. Tras un partido espectacular, puramente inglés, e intenso, el Fulham caía víctima de una jugada fatal en la que su rival apenas hizo gran cosa por adelantarse. Caer por un gol en propia siempre es doblemente dramático y peripatético: ni siquiera se obliga al rival a ser mejor que uno mismo.
Por aquel entocnes Hangeland era la víctima. Al rato, el fútbol, una fuente inagotable de injusticia pero, de vez en cuando, gustosa en otorgar dosis de romanticismo a cuentagotas, premió, casualidad o causalidad, quién sabe, a Hangeland. En otro córner, cerrando el círculo de esta historia, Hangeland aprovechó su altura y aspecto desgarbado para empujar la pelota a la red. Empataba el Fulham y Hangeland lo celebraba pausadamente, en frío, asumiendo que era su cometido y el de nadie más. El Fulham empató. Quienes vieran el partido se emocionarían. Hangeland simplemente, saboreó en diez minutos las mieles del éxito y del fracaso.
El fútbol ha vuelto. Las últimas gotas de romanticismo en el deporte, con él.
Imagen | RTVE
Hangeland es uno de tantos. Está bien, su aspecto es especial, tiene una mirada inquieta y áspera, quizá alicaída, melancólica. En fin, es noruego, no son tipos efusivos. Pero, a fin de cuentas, Hangeland es otro central más, uno de tantos que honradamente trabaja cada fin de semana en los duros campos de la Premier League esperando que su contrato sea renovado, anhelando que Drogba o Rooney no tengan el día, volviendo a casa felizmente, saboreando la gustosa nula exposición mediática con su familia, probables hijos, novia, mascota o, simplemente, con cualquier amigo por fortuito que sea.
Cuando a mediados de al segunda parte Nani botó un córner y Hangeland empujó el balón con la espinilla hacia la red de su propio equipo, el Fulham, un coqueto y pequeño club del centro de Londres que viste la casaca de local en uno de los estadios más románticos que se imaginan, el mundo, al noruego, se le venía encima. Tras un partido espectacular, puramente inglés, e intenso, el Fulham caía víctima de una jugada fatal en la que su rival apenas hizo gran cosa por adelantarse. Caer por un gol en propia siempre es doblemente dramático y peripatético: ni siquiera se obliga al rival a ser mejor que uno mismo.
Por aquel entocnes Hangeland era la víctima. Al rato, el fútbol, una fuente inagotable de injusticia pero, de vez en cuando, gustosa en otorgar dosis de romanticismo a cuentagotas, premió, casualidad o causalidad, quién sabe, a Hangeland. En otro córner, cerrando el círculo de esta historia, Hangeland aprovechó su altura y aspecto desgarbado para empujar la pelota a la red. Empataba el Fulham y Hangeland lo celebraba pausadamente, en frío, asumiendo que era su cometido y el de nadie más. El Fulham empató. Quienes vieran el partido se emocionarían. Hangeland simplemente, saboreó en diez minutos las mieles del éxito y del fracaso.
El fútbol ha vuelto. Las últimas gotas de romanticismo en el deporte, con él.
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