Andrés Pérez | Realmente no somos conscientes de la magnitud de lo conseguido. Quizá necesitemos varias semanas, o meses, quién sabe si años. En concreto cuatro, los que distan de Mundial a Mundial, los que separan la imagen de Casillas alzando el trofeo y otro jugador, llámenlo X de nacionalidad Y, repitiendo el mismo gesto, tan rutinario, tan místico, tan previsible pero tan enteramente embriagador. Quizá cuando dentro de cuatro años España no gane el Mundial y observemos a otra selección sustituirla en lo más alto del mundo comprendamos hasta qué punto es grandilocuente la gesta de este equipo. Quizá solo entonces entendamos el peso de la historia y la relevancia de esta selección.
Hasta entonces es momento de deleitarse. De mantener el vuelo en la nube en la que nos encontramos, nube alejada de la realidad pero hermosa y edulcorada, nube que nos impide, como decía, comprender la gesta. Hablo a modo particular pero creo que es denominador común: me sucedió en el pitido final que sentí la victoria como el deber cumplido, éramos favoritos y debíamos ser campeones, no cabía otra posibilidad, la euforia rebajada por la tranquilidad de saberse en lo cierto y no haber errado. También me sucedió que en el momento sentí una suerte de no era tan difícil, o tanto para esto.
Sea como fuere, alejados de lo real y de lo relevante o no, disfrutar de las calles repletas de banderas y gente celebrando un mísero triunfo en otro deporte más redime al fútbol, a la selección española y a todo lo que genera. No lo excusa, pero sí lo redime. Tiempo habrá de hablar del efecto sedante de este Mundial en la sociedad, si es que lo causa, pero ahora es tiempo de dejarse de absurdas diatribas sociológicas y centrarse en lo única y verdaderamente importante: la gente es feliz. Y con esa sonrisa colectiva basta para responder cualquier pregunta inquietante que nos haga sugerir la ostentosa celebración del triunfo.
España es campeona del mundo tras un Mundial si bien no excesivamente brillante sí inteligente y magníficamente planteado. Tanto desde el plano psicológico como táctico y técnico, España ha sido la selección superior a todas, la meta que deberían intentar alcanzar todas las demás. No hablo del estilo: hablo del plan, del idealismo, del morir al palo de un planteamiento, del romanticismo futbolístico. España ha jugado bien, en ocasiones de modo brillante, y se ha proclamado campeón por primera vez en su historia del modo más justo posible.
No hay peros a este Mundial para España, ni tampoco a esta generación. Copada por un puñado de futbolistas en lo más alto de su carrera deportiva, el conjunto destila además un aire desenfadado y amiguista que es un placer para los ojos del aficionado. Quizá sí, quizá no, quizá decenas de selecciones vencieron sin cruzarse una palabra sus jugadores, pero creo, quiero creer, imagino que queremos creer, que los 23 jugadores que vencieron a Holanda en la final son algo más que un equipo. Probablemente hayan comprendido como pocos la importancia de ser una selección y no un mero repertorio de mejores jugadores de cada pueblo. Es un factor a tener en cuenta a la hora de pesar la victoria de España.
El factor humano. Así se titula el libro de John Carlin en el que habla del nacimiento como nación civilizada de Sudáfrica gracias al Mundial de Rugby. El factor humano es el que ha hecho posible que jugadores de relumbrón como Fábregas o Torres, ensombrecido uno y opaco el otro, asuman su rol o no lo hagan y al menos finjan hacerlo. El mérito psicológico de los pesos pesados del vestuario y del entrenador es tan brillante y admirable como el técnico.
Hablando del plano técnico, honor obliga a recitar dos nombres: Xavi e Iniesta. Ejemplifican como pocos la importancia de lo colectivo puesto que su fútbol se entiende a partir de la asociación y brillan con los demás, no en el individualismo. España brilla asociando, un amigo en cada esquina. Es el triungo de lo colectivo, una lección de fútbol, sentar cátedra deportiva, en suma. Xavi e Iniesta son paradigmáticos de esa cátedra y por más reconocimientos que les niegue el presente la Historia les guarda un rincón de oro. Esta selección ha sido campeona del mundo sin que nadie recuerde un 10, una estrella rutilante que marque el camino. Nadie hablará de un jugador y sí de un equipo. A fin de cuentas el fútbol se trata de exactamente eso.
España es campeona del mundo. Lo es con el mejor equipo del planeta. Más allá del campeonato, el reconocimiento de esta selección, de su idea, se expande por el fútbol de los cinco continentes y perdurará en el futuro. Se trata de un equipo que prima el cómo al fin y por tanto de un equipo que entra en la posteridad por puro romanticismo. Desconozco si la erudición europea o sudamericana enrolará a este conjunto en un hipotético top 5 o 10 de grandes selecciones de la historia, pero desde luego y aun a riesgo de merendarme el calificativo de casero, para mí lo está. Más allá del título, insisto, lo loable de esta España es nadar a contracorriente en un fútbol que retrocede a los 60.
Báñense en oro. En mísitca. Casillas y sus lágrimas ya forman parte de las imágenes legendarias de los legendarios Mundiales. ¿Aún no comprenden la magnitud de la palabra legendaria? No se preocupen, afortunadamente es cuestión de tiempo para todos. Llegará porque se ha conquistado algo eterno: una Copa del Mundo.
Imagen | El País | The Big Picture
Hasta entonces es momento de deleitarse. De mantener el vuelo en la nube en la que nos encontramos, nube alejada de la realidad pero hermosa y edulcorada, nube que nos impide, como decía, comprender la gesta. Hablo a modo particular pero creo que es denominador común: me sucedió en el pitido final que sentí la victoria como el deber cumplido, éramos favoritos y debíamos ser campeones, no cabía otra posibilidad, la euforia rebajada por la tranquilidad de saberse en lo cierto y no haber errado. También me sucedió que en el momento sentí una suerte de no era tan difícil, o tanto para esto.
Sea como fuere, alejados de lo real y de lo relevante o no, disfrutar de las calles repletas de banderas y gente celebrando un mísero triunfo en otro deporte más redime al fútbol, a la selección española y a todo lo que genera. No lo excusa, pero sí lo redime. Tiempo habrá de hablar del efecto sedante de este Mundial en la sociedad, si es que lo causa, pero ahora es tiempo de dejarse de absurdas diatribas sociológicas y centrarse en lo única y verdaderamente importante: la gente es feliz. Y con esa sonrisa colectiva basta para responder cualquier pregunta inquietante que nos haga sugerir la ostentosa celebración del triunfo.
España es campeona del mundo tras un Mundial si bien no excesivamente brillante sí inteligente y magníficamente planteado. Tanto desde el plano psicológico como táctico y técnico, España ha sido la selección superior a todas, la meta que deberían intentar alcanzar todas las demás. No hablo del estilo: hablo del plan, del idealismo, del morir al palo de un planteamiento, del romanticismo futbolístico. España ha jugado bien, en ocasiones de modo brillante, y se ha proclamado campeón por primera vez en su historia del modo más justo posible.
No hay peros a este Mundial para España, ni tampoco a esta generación. Copada por un puñado de futbolistas en lo más alto de su carrera deportiva, el conjunto destila además un aire desenfadado y amiguista que es un placer para los ojos del aficionado. Quizá sí, quizá no, quizá decenas de selecciones vencieron sin cruzarse una palabra sus jugadores, pero creo, quiero creer, imagino que queremos creer, que los 23 jugadores que vencieron a Holanda en la final son algo más que un equipo. Probablemente hayan comprendido como pocos la importancia de ser una selección y no un mero repertorio de mejores jugadores de cada pueblo. Es un factor a tener en cuenta a la hora de pesar la victoria de España.
El factor humano. Así se titula el libro de John Carlin en el que habla del nacimiento como nación civilizada de Sudáfrica gracias al Mundial de Rugby. El factor humano es el que ha hecho posible que jugadores de relumbrón como Fábregas o Torres, ensombrecido uno y opaco el otro, asuman su rol o no lo hagan y al menos finjan hacerlo. El mérito psicológico de los pesos pesados del vestuario y del entrenador es tan brillante y admirable como el técnico.
Hablando del plano técnico, honor obliga a recitar dos nombres: Xavi e Iniesta. Ejemplifican como pocos la importancia de lo colectivo puesto que su fútbol se entiende a partir de la asociación y brillan con los demás, no en el individualismo. España brilla asociando, un amigo en cada esquina. Es el triungo de lo colectivo, una lección de fútbol, sentar cátedra deportiva, en suma. Xavi e Iniesta son paradigmáticos de esa cátedra y por más reconocimientos que les niegue el presente la Historia les guarda un rincón de oro. Esta selección ha sido campeona del mundo sin que nadie recuerde un 10, una estrella rutilante que marque el camino. Nadie hablará de un jugador y sí de un equipo. A fin de cuentas el fútbol se trata de exactamente eso.
España es campeona del mundo. Lo es con el mejor equipo del planeta. Más allá del campeonato, el reconocimiento de esta selección, de su idea, se expande por el fútbol de los cinco continentes y perdurará en el futuro. Se trata de un equipo que prima el cómo al fin y por tanto de un equipo que entra en la posteridad por puro romanticismo. Desconozco si la erudición europea o sudamericana enrolará a este conjunto en un hipotético top 5 o 10 de grandes selecciones de la historia, pero desde luego y aun a riesgo de merendarme el calificativo de casero, para mí lo está. Más allá del título, insisto, lo loable de esta España es nadar a contracorriente en un fútbol que retrocede a los 60.
Báñense en oro. En mísitca. Casillas y sus lágrimas ya forman parte de las imágenes legendarias de los legendarios Mundiales. ¿Aún no comprenden la magnitud de la palabra legendaria? No se preocupen, afortunadamente es cuestión de tiempo para todos. Llegará porque se ha conquistado algo eterno: una Copa del Mundo.
Imagen | El País | The Big Picture