lunes, 9 de mayo de 2011

Elogio de La Romareda


Andrés Pérez | Extraña de sí misma, como si no se hubiera encontrado ante semejante situación nunca, La Romareda guardaba un silencio sepulcral, nunca mejor dicho, cuando el Zaragoza se empotraba repetidamente ante el muro que Sergio Fernández y el resto de la defensa osasunista habían construido en torno a Ricardo. No asomaba ningún silbido reprobatorio ante la impotencia de Boutahar, obstinado en su misión de quemar lo más dignamente posible los minutos de los que dispuso. Tampoco se escuchaban desaforados chillidos fruto de la frustración y dirigidos ora al árbitro ora al entrenador, casi siempre foco de todas las culpas por haber realizado algún cambio potencialmente conflictivo para la exigente grada aragonesa. El silencio inundaba cada curva del estadio, se apoderaba de cada alma. En general, la gente no sabía a quién protestar. Algún grupo ultra recordó que Agapito pasaba por allí y le dedicó un par de versos, pero el aficionado de a pie sencillamente no tenía en quién verter su ira. Quién iba a reprocharle nada a estas alturas a Aguirre. O a los jugadores.

La Romareda se pierde sin enemigos y anoche la euforia inicial se apagó progresivamente en cada estocada de Osasuna, dirigido magistralmente por Camuñas, futbolista que vale por sí mismo una salvación, capaz de extraer diamante puro en cada acción ofensiva, templado en la ejecución de todos sus movimientos, inteligente como ningún otro sobre el terreno de juego. Decíamos que no existían los reproches. Desestimado el recurso del colegiado, la solución pasaba por el entrenador. Ensalzado Aguirre a los altares con una segunda vuelta repleta de merecimiento, quienes ostentaban toda culpa debía ser de los jugadores, antaño, en el tiempo en que el Zaragoza descendía a Segunda con un plantel de estrellas en Europa; no ahora, con tipos como Gabi, Ponzio o Bertolo, abnegados trabajadores que en representación del resto han dado fe durante no pocos momentos de su compromiso con la causa, de su inmersión total en el sentimiento de supervivencia, de su mímica absoluta con la fragilidad emocional de un aficionado cualquiera.

Qué decirle a Herrera, frustrado entre lágrimas como andaba hace dos semanas por salir del campo expulsado y dejar a sus compañeros sin brújula. O a Jarosik, entrañablemente conmovido por un club demasiado lejano a su vida, a su país, a su carrera y sin embargo tan cercano en apenas año y medio. O a Diogo, tan visceral y anárquico, capaz de partirse la cara por el equipo en tanto que se le requiriera para ello. No había a quién pitar pues Osasuna había sido mejor. No había a quién tildar de impresentable o mercenario pues no eran reinas sino peones quienes trataban de lavar la imagen de un club en franca decadencia institucional, sumido en un mar de deudas y centrifugado por su entorno mediático con una constancia digna de los mejores propagandistas de siempre. Ah, los medios de comunicación, tan alejados hoy de la grada, explayando lo vergonzante del partido, alertando sobre la cercanía de la división de plata, regodeándose en sus ya lo advertí yo y en su profética capacidad de decir que todo irá mal, presentándose a sí mismos como visionarios repletos de sapiencia, cargándose de una jerarquía moral que nunca les pertenecerá porque nunca reconocerán sus errores cuando algo va bien, henchidos de falso zaragocismo, felices en el desastre porque ellos lo vaticinaron y porque prefieren cargarse de una etérea razón a ver ganar a su equipo.


Hizo ademán La Romareda de contagiarse de dicha actitud cuando Jorge López, futbolista convertido a chivo expiatorio, saltó al terreno de juego entre velados aplausos y tímidos silbidos, reprochándole en cara no se sabe muy bien qué a estas alturas, casi ejerciendo su habitual acto de histrionismo de forma rutinaria, como quien despacha una tarea poco agradecida pero perversamente adictiva. Llegó el imperio del silencio más tarde para aplacar cualquier conato de electrificado cabreo colectivo. Un silencio a mitad de lo nostálgico, regodeada como podría andar la grada en tiempos mejores, desdichada de sí misma por lo que le ha tocado sufrir, siempre al filo del descenso, siempre pegada al transistor, al quite de cualquier canto de gol prolongado e intrigante en algún campo del que puedan extraerse buenas o malas noticias. Un silencio también a mitad de lo hondamente triste, reconfortándose a sí mismo el público en un leve recuerdo de aquellos comentarios que emitía en noviembre y que no hacían sino preparar, tantos meses antes, el posible y seguro descenso, más de diez jornadas sin ganar, un equipo apático, sin talento, sin fuerza, ahogado el entrenador en una situación que le sobrepasaba, observado todo ello en un telón húmedo y distorsionado, formado por las lágrimas de hace tres años que volvían al imaginario colectivo enterrando el optimismo en la impotencia de Braulio, solo ante el mundo.

Los estadios de fútbol son ecosistemas emocionales complejos y difícilmente comprensibles por alguien ajeno a su vorágine diaria y a lo irracional que siempre supone un deporte tan místico y religioso en un mundo tan cáustico y profano. El Zaragoza se había estrellado. Los tropiezos suelen ser mortales cuando te dedicas al equilibrismo, y el Zaragoza, tras aquella primera vuelta destinada al mayor vertedero imaginable, firmó un pacto con el diablo y un juego casi eterno, tanto como durara la temporada, de equilibrismo. El fracaso siempre termina cobrando sus deudas con las pequeñas parcelas de éxito. No es proporcional y no es justo. Nunca lo fue. De ahí que la impotencia y el silencio gobernaran impasibles sobre el cielo estrellado de Zaragoza anoche. La Romareda había comprendido, tiempo después, que una vez los jugadores mostraron lo que siempre se calificó como rasmia cualquier derrota conllevaba una relación de igual a igual con la ausencia de talento. Y ni siquiera un público tan dado a las ejecuciones públicas como éste es capaz de cobrarse una deuda tan miserable.

Imagen | Periódico de Aragón

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