jueves, 21 de abril de 2011
El Madrid se reinventa diecisiete años después
Andrés Pérez | En un partido descomunal, legendario, disputadísimo, agrio, sucio, enquistado y brillante, el Madrid se reinventó a sí mismo para conquistar la Copa del Rey diecisiete años después de que lo hiciera por última vez. Lo hizo ahogando al Barça, planteando un partido extenuante en la parcela física, doblando cada ayuda en defensa, concentrado en cada acción y disputando cada balón como si el devenir de la final dependiera de él. No le caben reproches al esquema táctico de Mourinho, de nuevo sagaz, ni a la ejecución práctica de los futbolistas del Madrid, que, y he aquí la noticia, lograron anular durante más de medio partido la capacidad ofensiva del Barcelona. Lo que en un principio no era más que una utopía, el Madrid lo hizo realidad. Hizo de su partido un súmum de decisiones acertadas a costa del Barça, a ratos brillante, impotente en el plano físico y perdido en lo superfluo.
Vaya por delante que la consecución del título por parte del Madrid no obedece a demérito ajeno sino a la exaltación de las virtudes propias. Lejos de cualquier maniqueísmo, la contraposición de estilos deparó un choque excesivamente vibrante, chispeante por momentos, pasado de revoluciones en ocasiones, precioso en su tónica general por la intensidad con la que se jugó por ambos bandos. Tanto Barcelona como Madrid jugaron un partido excelso determinado en una de las muchas acciones que podían haber sido el punto de inflexión y que no fueron: un cabezazo superlativo de Cristiano Ronaldo, suspendido en el aire como los mejores cabeceadores de siempre, tras una combinación en la banda izquierda entre Di María y Marcelo cuando el Madrid conseguía equilibrar la balanza tras cuarenta y cinco minutos a contracorriente víctima de su propia condición humana, impotente en lo físico y aferrado a la genialidad del impasible y eterno Iker Casillas, determinante un día más, una final más, un torneo más. Su palmarés es ya de leyenda.
Decíamos ayer que todo el problema del Madrid el sábado pasado no fue tanto el planteamiento defensivo como el ofensivo, puesto que al juntar tanto las líneas el Madrid perdía el hilo en ataque y llegaba esporádicamente, sin orden ni continuidad, fruto más bien del inevitable cese de espacios del Barcelona antes que de la capacidad ofensiva de sus delanteros. Mourinho solucionó tal problema adelantando las líneas varios metros. El planteamiento del Madrid fue el mismo que ejecutó en el Bernabéu días atrás solo que más cerca del área de Pinto. Las recuperaciones ahora serían un peligro inminente para el Barcelona y el inicio de las jugadas del conjunto de Guardiola distaría demasiado de la zona de peligro de sus mejores jugadores. Dicho y hecho, con un Pepe omnipresente ejerciendo de delantero, centrocampista llegador y destructor a un mismo tiempo, el Barcelona no se encontró.
Se perdió en la maraña táctica que creó Mourinho, Xabi Alonso y Khedira estelares en las ayudas a sus centrales, así como Ozil y Di María, carrileros y extremos a partes iguales, interiores en defensa cuando Messi o Iniesta acudían a sus bandas, emparejándose con Alves o Adriano cuando éstos subían. El Barça no iniciaba las jugadas con fluidez, sus delanteros no exigían el balón al espacio, Messi pecaba de intrascendente lejos del área de Casillas e Iniesta y Xavi sólo encontraban enemigos cuando levantaban la cabeza. Fue el peor primer tiempo del Barcelona de Guardiola, que a excepción de un lejano disparo y varios saques de esquina fue incapaz de crear peligro a Casillas. No así el Madrid, que rascó abajo y buscó con efusividad a Ronaldo, anoche de ariete, por medio de Ozil. Llegaba más el Madrid, en una ocasión Ronaldo disparando seco para que Pinto repeliera y en otra Pepe elevándose por encima de Alves rematando al palo cuando todo parecía indicar que el balón terminaría en la red.
Se había reinventado el Madrid y había descubierto debilidades en el Barcelona, intimidado en el plano físico y desnortado en la creación de su fútbol, demasiado lejos, demasiado previsible, demasiado lento, demasiados rivales. Mourinho hizo de su defensa una trinchera y Villa murió en ella, perdido en sus propias disputas incluso cuando, ya en la segunda parte, el Barça confirmó que la capacidad de resistencia del Madrid, incluida la de un grandioso Pepe, era humana. Por tendencia natural, el equipo del técnico portugués se había inmolado persiguiendo centrocampistas, presionando, corriendo hacia atrás y lanzando a sus delanteros. Cuando los pulmones fallaron, apareció Iniesta y dotó de sentido al hasta aquel momento ineficaz ataque del Barça.
Iniesta comenzó a levitar sobre el césped de Mestalla y acercó a su equipo al área de Casillas. Para entonces el Barça había eliminado cualquier rastro de la capacidad ofensiva del Madrid. Para entonces Ramos y Carvalho eran los mejores soldados con los que se podía compartir trinchera, imperiales ambos. Junto a ellos Casillas, genio hasta la tumba. Siempre guiado por Iniesta, clarividente y suave como en sus mejores ocasiones, el Barça se encontró hasta en tres ocasiones con Casillas. Primero Messi, más tarde Pedro y finalmente el propio Iniesta, en un paradón inverosímil del arquero madrileño. Corría el minuto 70 y parecía cuestión de tiempo que el Madrid, sólido atrás pero un trapo en manos de Iniesta y de un revitalizado Messi, sucumbiera ante el aluvión de paredes, velocidad en los metros finales y capacidad creativa del Barça. Sin embargo la luz se apagó. También para el Barça. Y lo que restó después fue supervivencia.
Porque el Madrid se reinventó de nuevo y extrajo fuerzas no se sabe muy bien de donde para asustar en dos ocasiones a Pinto, la última Di María, maratoniano anoche, mandando el balón a la escuadra. La respuesta de Pinto fue el último acto antes del tiempo de prolongación. Para entonces la batalla a los puntos estaba igualada, el partido era una delicia y el Barça había intentado recuperar el hilo perdido en los últimos minutos de la segunda parte. Lo consiguió a duras penas y nunca en la misma medida apabullante del segundo periodo. Fue el Madrid quien finalmente, en una triangulación esplendorosa entre Marcelo y Di María, encontró el vuelo de Ronaldo para sentenciar la Copa, ya que de ahí al final sería el propio Madrid quien dispusiera de las mejores ocasiones.
Había resucitado el conjunto de Mourinho. Había ganado la Copa merecidamente y había espantado los fantasmas. Más aún: había demostrado que el Barça, uno de los mejores equipos de siempre, es falible. Y ese era el punto de partida necesario para disputarle la hegemonía.
Imagen | El País
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