Andrés Pérez | En Portugal andan increíblemente enfadados con su selección tras empatar a cuatro, en casa, ante la débil Chipre. Francia palmó ante Bielorrusia a falta de cinco minutos para el final del partido continuando así, a pesar de la renovación de los seleccionados y del seleccionador, Laurent Blanc, su infernal trayectoria desde que perdiera la final del Mundial en 2006. Estonia pudo amargarle la noche a una Italia también en busca de una identidad nueva que haga olvidar los dramas de Sudáfrica. Holanda y Alemania, dos selecciones hechas y que saben qué rumbo seguir, consiguieron sendas victorias sin mayor relumbrón e Inglaterra cambió de equipación para golear a Bulgaria.
No cuesta recordar los tiempos en los que España caía lamentablemente en Chipre o en Irlanda del Norte. No están tan lejos. Apenas cuatro años, ocho como mucho. Una primera década de desencantos hasta que llegara la Eurocopa, cuya fase de clasificación no fue ni mucho menos un camino de rosas, tras el destierro lógico de Raúl, la derrota ante Suecia y el ridículo en la ya citada Irlanda del Norte. España, en cambio, ayer, venció con notoriedad, estrella en el pecho, a Liechtenstein. Como mandan los cánones, goleando sin abusar en exceso, haciendo valer su condición de campeona del mundo. Viendo jugar a España y escuchando las calamidades de Francia o Portugal, evoqué aquellos tiempos pretéritos en los que cada partido de clasificación era un drama en el que evaluar el pésimo estado del combinado nacional.
España ya no es un manojo de nervios e indecisiones. Ha logrado estabilidad, ha logrado, aunque ahora lo veamos como algo normal, ser la única selección del mundo con aplomo y seguridad ante cualquier rival imaginable. De siempre, el galardón de selección infalible lo ha merecido Alemania; el de admirable se lo ha llevado Brasil; el de fogosa y competitiva Argentina; y, el de temible hasta un punto irracional por su mística y leyenda, Italia. Ahora ninguna de ellas es lo que fue y todos esos adjetivos los acapara una España que infunde temor, admiración y, sobre todo, la seguridad de que no va a fallar, de que es capaz de absolutamente todo. Cerca de dos meses después de lograr lo máximo, cuesta no seguir alucinando con España.
Lectura recomendada | España no se duerme (El País)
Imagen | El País
No cuesta recordar los tiempos en los que España caía lamentablemente en Chipre o en Irlanda del Norte. No están tan lejos. Apenas cuatro años, ocho como mucho. Una primera década de desencantos hasta que llegara la Eurocopa, cuya fase de clasificación no fue ni mucho menos un camino de rosas, tras el destierro lógico de Raúl, la derrota ante Suecia y el ridículo en la ya citada Irlanda del Norte. España, en cambio, ayer, venció con notoriedad, estrella en el pecho, a Liechtenstein. Como mandan los cánones, goleando sin abusar en exceso, haciendo valer su condición de campeona del mundo. Viendo jugar a España y escuchando las calamidades de Francia o Portugal, evoqué aquellos tiempos pretéritos en los que cada partido de clasificación era un drama en el que evaluar el pésimo estado del combinado nacional.
España ya no es un manojo de nervios e indecisiones. Ha logrado estabilidad, ha logrado, aunque ahora lo veamos como algo normal, ser la única selección del mundo con aplomo y seguridad ante cualquier rival imaginable. De siempre, el galardón de selección infalible lo ha merecido Alemania; el de admirable se lo ha llevado Brasil; el de fogosa y competitiva Argentina; y, el de temible hasta un punto irracional por su mística y leyenda, Italia. Ahora ninguna de ellas es lo que fue y todos esos adjetivos los acapara una España que infunde temor, admiración y, sobre todo, la seguridad de que no va a fallar, de que es capaz de absolutamente todo. Cerca de dos meses después de lograr lo máximo, cuesta no seguir alucinando con España.
Lectura recomendada | España no se duerme (El País)
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