Andrés Pérez | En 1985 el Aberdeen se proclamaba campeón de la Premier League Escocesa. Durante las siguientes veinticinco temporadas, incluyendo esta que ya finaliza, dos equipos se han repartido tiránicamente el campeonató escocés: Celtic de Glasgow y Glasgow Rangers. La historia es harto conocida, hasta el punto de reducir al resto de equipos a meros comparsas en la lucha por el título, puro adorno, conjuntos que están ahí prácticamente con el objeto de rellenar. La victoria, como en el tenis, es cuestión de dos. El Celtic acumula 42 títulos ligueros; el Rangers 53. El siguiente equipo con más campeonatos conquistados es el Hibernian. En sus vitrinas relucen cuatro Ligas, la décima parte de las que ostenta el Celtic.
Puede que dentro de quince años recordemos la temporada 2003/2004 del mismo modo que hoy he recordado la del Aberdeen. Como un destello lejano de lo que un día fue una Liga con más de dos contendiendes. Ese año el Valencia se proclamó campeón de Liga en uno de los batacazos más sonados de la historia del Real Madrid, que en apenas media temporada perdió la final de Copa del Rey, ocho puntos de ventaja sobre el Valencia y una eliminatoria de cuartos de final en Champions League que tenía encarrilada frente al Mónaco. Es posible que en la temporada 2028/2029, echemos la vista atrás y observemos un cuarto de siglo de dualidad.
Desde la liga que conquistó el Valencia, Real Madrid y Barcelona han mantenido constantes pulsos por demostrar quién es mejor y quién consigue humillar aún más al rival. Si un año el Madrid obtiene un monumental pasillo del Barcelona, al siguiente el Barça le endosa seis goles en el Bernabeú, el mismo estadio que fue testigo del pasillo. El duelo es espectacular: cuenta con los mejores jugadores del planeta, con máquinas cimentadas en el dinero y en la poderosa fuerza de la cantera, se disputa en dos de los estadios más venerados de la historia del fútbol, acapara el centro de todas las miradas, sus enfrentamientos directos obtienen audiencias millonarias.
Salvando las distancias, que las hay en términos de calidad y poderío económico, en Escocia sucede algo semejante. Apenas cuatro fanáticos del fútbol anglosajón disfrutan de otros partidos de la Liga Escocesa que no enfrenten a los dos grandes. Por todo ello hoy duele en el raciocinio leer cosas como esta.
Un burdo alegato a la espectacularidad para defender treinta puntos de diferencia entre el segundo y el tercer clasificado; una mera excusa, la de la genialidad, para perpetuar una desigualdad sangrante para el fútbol español, para mantener no una injusticia sino un absurdo en términos de lógica deportiva. Si la Liga quiere ser la mejor del mundo no debería aferrarse a los 34 goles de Messi o al exhuberante cuerpo de Cristiano Ronaldo para conseguirlo, sino a la aparición de segundos actores que sean capaces de disputar, con mayor o menor suerte, el campeonato.
No es este un alegato para que Madrid y Barça dejen de ganar, o de fichar, o de crecer. La competitividad obliga y su estatus de superioridad excesivamente superlativa en todos los términos no es tanto culpa suya como de los supervisores y organizadores del torneo. El Madrid y el Barça están en su derecho de poder comprar los jugadores que deseen y así disputar todas las competiciones con posibilidades de victoria: es misión de la Federación y de la Liga intentar que tal derecho se vea regulado a nivel económico por el simple bien del fútbol español.
Quizá algún día eso suceda. Hasta entonces Barça y Madrid seguirán jugando su particular y dramática Liga —ya saben, la prensa obliga— al tiempo que el resto de conjuntos se reparten las migajas. Al tiempo que los ojos del mundo se fijan en Inglaterra o en Italia o en Alemania. Nuestros ojos, entre tanto, seguirán ciegos de talento exagerado en ambos equipos y nos afirmaremos a nosotros mismos que sí, que esto es genial, que nuestra Liga es preciosa y que es la mejor del mundo. Ebrios de un duelo más digno del tenis que del fútbol.
Lectura obligada | La mejor Liga del mundo (John Carlin en El País)
Imagen | El País
Puede que dentro de quince años recordemos la temporada 2003/2004 del mismo modo que hoy he recordado la del Aberdeen. Como un destello lejano de lo que un día fue una Liga con más de dos contendiendes. Ese año el Valencia se proclamó campeón de Liga en uno de los batacazos más sonados de la historia del Real Madrid, que en apenas media temporada perdió la final de Copa del Rey, ocho puntos de ventaja sobre el Valencia y una eliminatoria de cuartos de final en Champions League que tenía encarrilada frente al Mónaco. Es posible que en la temporada 2028/2029, echemos la vista atrás y observemos un cuarto de siglo de dualidad.
Desde la liga que conquistó el Valencia, Real Madrid y Barcelona han mantenido constantes pulsos por demostrar quién es mejor y quién consigue humillar aún más al rival. Si un año el Madrid obtiene un monumental pasillo del Barcelona, al siguiente el Barça le endosa seis goles en el Bernabeú, el mismo estadio que fue testigo del pasillo. El duelo es espectacular: cuenta con los mejores jugadores del planeta, con máquinas cimentadas en el dinero y en la poderosa fuerza de la cantera, se disputa en dos de los estadios más venerados de la historia del fútbol, acapara el centro de todas las miradas, sus enfrentamientos directos obtienen audiencias millonarias.
Salvando las distancias, que las hay en términos de calidad y poderío económico, en Escocia sucede algo semejante. Apenas cuatro fanáticos del fútbol anglosajón disfrutan de otros partidos de la Liga Escocesa que no enfrenten a los dos grandes. Por todo ello hoy duele en el raciocinio leer cosas como esta.
En el deporte es recurrente que a los gigantes se les infravalore con la coletilla de que prevalecen por la falta de competencia. Le ocurrió a Jordan, a Indurain... A tantos y tantos. Nada que ver con la realidad. Los genios resultan inalcanzables. Le ha ocurrido al Barça y al Madrid, dos superpotencias fuera del alcance del resto del pelotón. Dos equipos que alistan a buena parte de los mejores futbolistas del mundo, con Messi y Cristiano a la cabeza.
Un burdo alegato a la espectacularidad para defender treinta puntos de diferencia entre el segundo y el tercer clasificado; una mera excusa, la de la genialidad, para perpetuar una desigualdad sangrante para el fútbol español, para mantener no una injusticia sino un absurdo en términos de lógica deportiva. Si la Liga quiere ser la mejor del mundo no debería aferrarse a los 34 goles de Messi o al exhuberante cuerpo de Cristiano Ronaldo para conseguirlo, sino a la aparición de segundos actores que sean capaces de disputar, con mayor o menor suerte, el campeonato.
No es este un alegato para que Madrid y Barça dejen de ganar, o de fichar, o de crecer. La competitividad obliga y su estatus de superioridad excesivamente superlativa en todos los términos no es tanto culpa suya como de los supervisores y organizadores del torneo. El Madrid y el Barça están en su derecho de poder comprar los jugadores que deseen y así disputar todas las competiciones con posibilidades de victoria: es misión de la Federación y de la Liga intentar que tal derecho se vea regulado a nivel económico por el simple bien del fútbol español.
Quizá algún día eso suceda. Hasta entonces Barça y Madrid seguirán jugando su particular y dramática Liga —ya saben, la prensa obliga— al tiempo que el resto de conjuntos se reparten las migajas. Al tiempo que los ojos del mundo se fijan en Inglaterra o en Italia o en Alemania. Nuestros ojos, entre tanto, seguirán ciegos de talento exagerado en ambos equipos y nos afirmaremos a nosotros mismos que sí, que esto es genial, que nuestra Liga es preciosa y que es la mejor del mundo. Ebrios de un duelo más digno del tenis que del fútbol.
Lectura obligada | La mejor Liga del mundo (John Carlin en El País)
Imagen | El País
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